Hace cuatro años, recibí unos libros de la editorial Pánico el Pánico. Entre ellos estaba Los años felices, de Sebastián Robles. Es una novela de aprendizaje protagonizada por un adolescente de Villa Ballester en los años 90, en la que pasaba muy poco, pero parecía sincera y agradable. Temiendo que su minimalismo anecdótico se desbarrancara hacia la truculencia o el mensaje, la dejé sin terminar.
Hace poco recibí Las redes invisibles, otro libro firmado por Sebastián Robles, editado esta vez por Momofuku (¿quién les pondrá estos nombres a las editoriales modernas?). El Sebastián Robles que en el libro anterior afirmaba ser guionista y productor de radio dice ejercer ahora los innobles oficios de “escritor fantasma y community manager” aunque sigue declarando haber nacido en Ballester en 1979.
Si Los años felices era un libro esencialmente discreto, Las redes invisibles es un libro muy original, de una notoria inteligencia y con momentos brillantes. Contiene diez relatos; cada uno describe una red social imaginaria, desde una que conecta a los moribundos hasta otra que convoca terrores lovecraftianos. Inventar redes sociales se parece a describir libros imaginarios, lo que emparenta a Robles con Borges y con Stanislaw Lem, más que con los autores de ciencia ficción en general. Por otra parte, los universos virtuales de la informática tienen una particularidad que los acerca a William Burroughs y a su lema (tomado de las últimas palabras de Hassan-i Sabbah, el fundador de la secta de los Asesinos): “Nada es verdad, todo está permitido”, que puede ser cierto para la literatura en general, pero que lo es más para un ámbito como el de las redes, los blogs y el resto de los planetas del ciberespacio, en el que los objetos imaginados están mucho más cerca de materializarse (o de virtualizarse). Casi todas las redes de Robles podrían existir perfectamente: bastaría crearlas.
Robles no cae en la parodia ni en la solemnidad, y su cosmogonía se beneficia con una amplia familiaridad con su objeto. Así, advierte con perspicacia algunas constantes del funcionamiento de la web, además de que el estatuto de verdad es altamente indeterminado o que los blogs suelen terminar girando en la web como estrellas extinguidas, con las que el usuario se relaciona como si fueran fantasmas: una de sus percepciones lúcidas es que siempre existen jerarquías ocultas detrás de la aparente democracia de comunicaciones que se suponen en principio horizontales. Pero también que la interacción con las redes canaliza la búsqueda de compañía y de amor con una potencia que la humanidad no conoció antes. Y ése es el tema de Los años felices, que terminé de leer para descubrir que sigue en el mismo tono y que Robles asume allí simplemente otra identidad, porque los escritores son en el fondo avatares circunstanciales de sus pulsiones. Pero las redes les permiten jugar en un tablero universal que excede el de las referencias locales. Estas constituyen la materia de la última red del libro, que se ocupa de un dispositivo secreto que vinculó a los escritores argentinos desde los años 30. Robles parece allí homenajear a sus predecesores y se pone un poco rancio, a menos que uno entienda que va camino de liberarse de ellos y ésa es su despedida antes de dejarlos atrás.