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El espacio socio-religioso de la política

Muchas veces los cientistas sociales afirmamos que tal o cual grupo religioso se dedica a “sanar, opinar sobre tal o cual tema, hacer política, criticar tal o cual postura” y por eso “no respeta o no comprende o no asume la separación institución religiosa - Estado” o “mezclan ciencia con fe y magia” o “no separan lo político de lo religioso”.

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Muchas veces los cientistas sociales afirmamos que tal o cual grupo religioso se dedica a “sanar, opinar sobre tal o cual tema, hacer política, criticar tal o cual postura” y por eso “no respeta o no comprende o no asume la separación institución religiosa - Estado” o “mezclan ciencia con fe y magia” o “no separan lo político de lo religioso”. Se parte de la idea de que no debe haber vínculos entre grupos religiosos y el Estado, o que debe haber una separación: no se la analiza como una relación social que se construye históricamente sino como una ley natural y universal, algo que forma parte de la marcha inexorable de la historia. Pero sería imposible comprender la historia social de América latina desde su independencia a la actualidad, sin analizar y estudiar las legitimaciones-deslegitimaciones, integración–resistencia, transferencias y dislocaciones que lo religioso produce en las relaciones sociales y viceversa. Las instituciones religiosas en la modernidad latinoamericana jamás se pensaron sólo en el campo religioso (entendido como lo privado y/o lo sagrado o el más allá) ni los funcionarios estatales y gubernamentales se consideraron “prescindentes” de lo religioso.


Las investigaciones muestran que hay en esos vínculos privilegios históricos en tal o cual institución religiosa, como derechos adquiridos durante dictaduras que atentan contra la igualdad democrática o leyes y decretos que discriminan a minorías. Si los grupos religiosos pretenden que sea homologado pecado con delito, perdón a justicia y verdad y sus exigencias dogmáticas con leyes públicas, se trata de denunciar esas posturas pero sobre todo exigir a la sociedad política que cumpla con su mandato democrático. Las leyes son votadas por dirigentes electos y hechas cumplir por funcionarios también electos.
Los últimos años aprendimos que solicitar “cambios sociales” no necesariamente implica mayor igualdad y justicia social. En los 60 y los 70 un cristianismo liberacionista desde su opción por los pobres exigía una total distribución de la riqueza. La división en el campo religioso no pasa –en estos temas– sólo por “salvación de almas” o “compromiso social” sino por el tipo de acción y de actores (privilegiados o vulnerables, discriminados y estigmatizados) involucrados en el mismo.

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Hoy, el nuevo integralismo católico, sea cual fuere su variante, encuentra en la crítica actual al neoliberalismo, al individualismo, al relativismo, al hedonismo y al Dios Mercado, fuentes doctrinarias de un gran espesor histórico y cultural. Digámoslo una vez más: premodernos, no modernos, antimodernos y posmodernos se encuentran al interior de un gran consenso “anti y no liberal” que tiene una larga y compleja historia en la Iglesia Católica. ¿Cuánto tiempo podrán ignorar el proceso de individuación con su exigencia de libertad de conciencia? ¿Cuánta ajenidad institucional soportarán?
Vivimos, además, procesos donde junto a la individuación de lo religioso se da una creciente exteriorización de las manifestaciones religiosas comunitarias a partir de ocupar el espacio público en las ciudades y de la mayor presencia en los medios de comunicación masivos. Las crisis de representación de las mediaciones políticas y sindicales, Estados ausentes en el sufrimiento de millones de personas o los modelos de políticas sociales, económicas o culturales “privatizadoras y focalizadas” brindan nuevos espacios para que los líderes religiosos canalicen la protesta en una cada vez más amplia diversidad de posibilidades. Es el caso actual de sacerdotes, rabinos y pastores que buscan aparecer como reguladores del conflicto social o como administradores del descontento. Unos focalizan en la seguridad y no se expresan contra la pena de muerte. Los sacerdotes villeros, con su defensa de la radicación de las villas, son otro ejemplo y no son los únicos. Poseen más credibilidad como actores sociales que como “representantes de lo sagrado”. Son más aceptados por su presencia social que por sus recomendaciones religiosas. ¿Problema social, religioso o tendremos que analizarlos como un mismo espacio socio-religioso con lógica y racionalidades propias?

*Ex decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.