Los teóricos del populismo, y sus seguidores, consideran a las constituciones nacionales y demás instituciones de la política un obstáculo retardatario de los cambios necesarios para alcanzar la igualdad social. Para ellos se trata de una guerra del ‘pueblo’ contra las corporaciones y oligarquías, en la que no caben restricciones institucionales ni límites legales que sólo juegan un papel conservador en favor del ‘antipueblo’.
Esto lleva a recordar cómo se resolvían los conflictos en el ‘estado de naturaleza’ analizado por Hobbes en su Leviatán: “una guerra tal que es la de todos contra todos”, creando un estado en el que “no existe oportunidad para la industria…ni sociedad”. La superación de esta etapa primitiva se dio cuando el uso de la fuerza fue sustituido por la ley. En palabras de Sartori: “La primera atenuación importante de las relaciones basadas en la fuerza… fue la construcción romana del derecho civil…. Sin embargo, la sustitución de la fuerza por la ley no se trasplantó del ámbito privado al plano político… A la larga, esa sería la proeza del constitucionalismo liberal”.
Pero ese avance institucional suele verse interrumpido por saltos hacia el pasado. Es lo que ocurre con la aparición del populismo, que si bien exhibe las formas de un gobierno constitucional, utiliza el poder del Estado no para evitar la guerra de unos contra otros, sino para someter a los grupos ‘enemigos’ con actos que se burlan de las garantías institucionales y con un sistema de leyes votadas por un parlamento dependiente, sin respeto por la división de poderes.
Esos saltos hacia el pasado ocurren en situaciones de crisis económicas que van acompañadas de una regresión de las conductas a niveles de mayor emotividad, lo que anula toda posibilidad de pensar en soluciones a través de carriles institucionales (“que se vayan todos”). Las urgencias materiales de los pobres y los temores de una clase media en pánico ante el peligro de perder su estabilidad, hacen que estos sectores consideren justificado todo desvío institucional que ‘evite demoras’ en la solución de sus problemas. Los mismos adhieren también jubilosos a políticas cortoplacistas que llevan a una distribución dispendiosa de los bienes existentes sin atender a las inversiones necesarias para producir los que deben atender las demandas futuras. Más aún, apoyan combates contra sectores altamente productivos de la sociedad, en una ‘lucha de clases’ fundada en consignas infantiles que dificultan toda posibilidad de recuperación.
Por ese camino el populismo destruye los avances de las sociedades civilizadas y retrotrae su funcionamiento a niveles superados hace ya tiempo, no sólo en cuanto a garantías y derechos de las personas y manejo institucional de los conflictos, sino también en relación a los niveles de bienestar material. Cuesta entender que una sociedad moderna como la argentina caiga en estos retrocesos: parte de la explicación debe buscarse en una cultura que privilegia el consumismo y el facilismo, que es poco amiga de las restricciones que impone la ley, y que favorece enajenaciones colectivas ante la fascinación que producen los beneficios materiales de corto plazo.
Es tarea de los formadores de opinión política ayudar a comprender que, sin descuidar las demandas presentes, ‘distraer’ algunos recursos para infraestructura e inversiones productivas no sólo incrementará los recursos públicos por los mayores impuestos a recaudar, sino que el aumento del empleo y los mejores salarios derivados del incremento de la productividad, ahorrarán gastos que hoy se destinan al asistencialismo y los subsidios. La comprensión de las ventajas de este camino alternativo de más recursos y menos gastos, basado en previsiones para el ahorro y las inversiones productivas, exige mayor esfuerzo intelectual que el simplismo de un populismo cortoplacista; sin embargo, hasta que no lo comprendamos no lograremos superar nuestras crisis y retrocesos.
*Sociólogo. Club Político Argentino.