Eran innegables los desbarajustes –la recesión, el desempleo, la desindustrialización, el terco mantenimiento de la convertibilidad, el endeudamiento a tasas buitre con organismos financieros internacionales y privados– que reinaban en 2001. Pero del mismo modo, quedó la sospecha de que la crisis de despedida violenta del régimen de tipo de cambio fijo y megaendeudamiento podría haberse capeado –por un tiempo, tal vez– si con el blindaje y el muñequeo de Domingo Cavallo se alcanzaba la orilla del repunte del precio de los granos, después de una década de haberse transitado los pisos históricos de nuestras exportaciones. Probablemente sólo se hubiera ahorrado un poco de sangre, tal vez una transición ordenada del gobierno de Fernando de la Rúa, pero no la salida de la convertibilidad.
Luego, se sabe, nos sacamos el corsé cambiario, defolteamos la deuda y la renegociamos con la “mayor quita de la historia”. Pero nada hubiera sido como terminó siendo sin la monumental suba de los precios de las commodities, que permitió, en todos los emergentes, en América Latina en particular, y en mayor medida en la Argentina atrasada y castigada, tasas de crecimiento “chinas”.
En esa década, Estados “nuevos ricos” redistribuyeron ingresos y comenzaron a gastar esos recursos en servicios para esas clases emergentes (o sobrevivientes). El sesgo de la reconstrucción del Estado en la Argentina fue intenso, pero desparejo, y subordinado a la construcción política de una base de sustentación gremial y regional. De allí el déficit estructural que nos ha quedado en materia energética, la destrucción de fuerzas productivas como la producción del campo y la imposibilidad de haber progresado con el desarrollo de infraestructura. De hecho, nos hemos consumido el capital de la década maldita de los 90.
Este recorrido vale para observar la parábola del Gobierno, que, corrido por la crisis externa, terminará su ciclo junto, probablemente, con la extinción de la bonanza de las commodites. La caída de la economía china (a la sazón nuestro principal financista, proveedor de infraestructura y comprador de granos...); de nuestro socio comercial Brasil, con los efectos de la devaluación del real en menores compras de nuestros productos y mayores exportaciones a nuestro mercado (lo cual se analiza en las páginas anteriores), sumado a que el país no logró desarrollar en estos años ninguna fuente de creación de dólares, nos llevan a una encerrona.
Todo indicaría que estamos a las puertas de un efecto inverso al que hubo a partir de 2003, que reinó junto con el kirchnerismo, una suerte de “efecto Rúa la De”. Nadie habría pensado hace unos años que el dólar podría bajar de US$ 50 el barril. Nadie pensaba que la soja costaría unos US$ 230 la tonelada cuando, previamente a la crisis con el campo de 2008, estaba en US$ 600 y corrimos a apropiarnos de la renta extraordinaria con la 125.
Nadie piensa ahora en una crisis terminal de ciclo. O nadie lo dice. O como se supo, todos piensan que decirlo es piantavotos en términos electorales. A propósito, es patético ver cómo el kirchnerismo les saltó a la yugular a las declaraciones naïves de Federico Sturzenegger confesando las instrucciones de Jaime Duran Barba para no dar precisiones sobre las propuestas económicas para luego ver cómo el ministro Axel Kicillof invitaba a ver los padrones impositivos y planteaba un impuesto a inmuebles desocupados para de inmediato tener que aclarar que era un chiste... convirtiéndose en el mejor alumno de Duran Barba.
Asumiendo que la “tormenta perfecta” internacional (ver página 22) no se dispare con más fuerza, el que venga tendrá dos ventajas por sobre la administración saliente. El 2016 está relativamente limpio de vencimientos de deuda (US$ 4 mil millones), y sólo 2017 presenta un escenario más complicado (US$ 10 mil millones) para la necesidad de divisas. La segunda, la posibilidad de generar nuevos marcos de confianza y de atracción de inversiones y un nuevo programa mirando hacia adelante.