El miércoles que viene arranca la 12ª edición del Buenos Aires Festival de Cine Independiente (Bafici), que se ha convertido en el evento cultural más destacado de la Argentina. El Bafici logró sortear, no sin dificultades, crisis económicas, cambios de autoridades (primero fue dirigido por Andrés Di Tella, después por Eduardo Antín, más tarde por Fernando Martín Peña y ahora por Sergio Wolf) y titubeos y trabas de gobiernos de distinto signo ideológico. Y no sólo sobrevivió, sino que creció de manera sostenida. Sus principales debilidades fueron superadas: evitar el peligro de convertirse en un festival de cinéfilos (en 2008 reunió a 220 mil personas, y en 2009 unas 245 mil), la descentralización de las sedes (hoy se proyecta en el Abasto, pero también en el Atlas Santa Fe, en los Arteplex de Belgrano y Caballito, en el Teatro 25 de Mayo, en el MALBA y hasta al aire libre) y la multiplicación de los puntos de venta de entradas (se pueden comprar por Internet, en la Casa de la Cultura, en la sede central y en cada una de las salas). El contraste entre la deprimente oferta de la cartelera porteña durante el año y las cientos de películas que se muestran en doce días de festival habla por sí mismo.
Este año habrá en el Bafici al menos tres importantes puntos de contacto entre cine y literatura. Para empezar, sorprendió a muchos la inclusión del esquivo César Aira como uno de los jurados de la selección oficial internacional. Además, los días 10, 11 y 18 de abril se exhibirá Cinco, un largo realizado por cinco jóvenes directores de la Universidad del Cine y basado, a su vez, en cinco cuentos de corte erótico escritos por autores jóvenes (Oliverio Coelho, Pedro Mairal y Marina Mariasch, entre otros). Y, dentro de la selección oficial argentina, se podrá ver una de las películas más esperadas de los últimos tiempos: Ocio, el filme dirigido por Alejandro Lingenti y Juan Villegas, inspirado en la novela del mismo nombre escrita por Fabián Casas.
Como siempre, lo más interesante del festival estará en los resquicios, en las sorpresas, en esas películas que de otra manera jamás podrían ser vistas por el público argentino y en esos títulos y apellidos de directores muchas veces impronunciables. Pero como una de las virtudes de la programación es su amplitud de miras, también se podrá acceder (antes de su estreno comercial) a filmes como La cinta blanca, del austríaco-alemán Michael Haneke, que ganó la Palma de Oro en Cannes en 2009. Una vez vista la silenciosa, oscura, asfixiante película de Haneke, es fácil entender por qué El secreto de sus ojos de Juan José Campanella se llevó el Oscar a la mejor película extranjera. En la producción argentina el mundo es binario, como sólo sucede en la ficción: buenos de un lado, malos del otro, una fotografía de colores saturados para una trama en la que la redención es posible y la justicia siempre equiparará las cosas.
Haneke, por su parte, es implacable desde el blanco y negro, en una historia donde las palabras no abundan y los misterios son siniestros. En el pueblo de La cinta blanca uno no sabe a quién tenerle más miedo: a los adultos, a los niños, a los curas, a los médicos, a los gobernantes, a los terratenientes. Si después de El secreto de sus ojos la gente salía del cine reconfortada, lista para una discusión liviana en familia durante la cena, después de La cinta blanca lo único que queda es el recogimiento y la pregunta por el destino final del género humano.