COLUMNISTAS
la construccion de la historia

El filósofo y sus guerras

Es posible escribir una historia de la filosofía de acuerdo con el efecto que tuvieron las guerras en la composición de los textos filosóficos. Nos hemos habituado los lectores de la filosofía a ignorar que en el mismo nacimiento de la disciplina, la sociedad que la vio emerger era guerrera. Nos imaginamos a los griegos discutiendo en el ágora o disfrutando de los discursos en los simposios, pero nada sabemos de la vida de una comunidad permanentemente acechada por los conflictos bélicos.

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Es posible escribir una historia de la filosofía de acuerdo con el efecto que tuvieron las guerras en la composición de los textos filosóficos. Nos hemos habituado los lectores de la filosofía a ignorar que en el mismo nacimiento de la disciplina, la sociedad que la vio emerger era guerrera. Nos imaginamos a los griegos discutiendo en el ágora o disfrutando de los discursos en los simposios, pero nada sabemos de la vida de una comunidad permanentemente acechada por los conflictos bélicos.
Sin embargo, todo el mundo sabe que el proyecto de la filosofía de Platón se enmarcaba en la idea de crear un orden político ya que Atenas se corrompía e ingresaba en una decadencia irreversible debido a la desunión de sus ciudadanos.
Poca atención les hemos otorgado a las Guerras del Peloponeso y a su autor Tucídides –para muchos el creador del género literario llamado “historia”– cuando nos iniciamos en el siglo de Pericles.

Los grandes filósofos vivieron presentes convulsionados. No es cierto que las crisis son movimientos sísmicos esporádicos que interrumpen el devenir de la historia, y menos cierto aún es que vivimos en nuestra época un momento singular de decadencia, muerte, hambre, explotación y genocidio, que autoriza a los pensadores de hoy a sentarse en la cumbre con el horizonte temporal enfrente para meditar sobre el fin y el sentido de la historia.
Las crisis son la normalidad de la historia. Por supuesto que esto no significa que la vida cotidiana de todos los hombres en los miles de años de su recorrido sea una pesadilla diaria. Pero los períodos de remanso se despliegan entre eclosiones que colisionan a grupos, estados y naciones.
En todo caso, la aparición de un filósofo original casi siempre tiene que ver con la irrupción de un acontecimiento monstruoso –por ser un miembro fuera de especie– que deja anonadados a sus contemporáneos y que es inevitable de pensar.

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Louis Althusser afirmaba que la filosofía se conectaba con dos instancias que le marcaban el terreno teórico sobre el que desarrolla su problemática: la ciencia y la política. Con respecto a la primera, se refería a las revoluciones científicas; es decir, a las rupturas epistemológicas que a pesar de producirse en la práctica no encuentran el nuevo lenguaje con el que pensarse y a menudo emplean un vocabulario anacrónico para definirse a sí mismas. La filosofía, según esta idea, se aboca a la labor de encontrar la serie de nombres adecuados a los nuevos tiempos y trasladar la ruptura teórica de la ciencia a una teoría de la producción de conocimientos pertinente.

Respecto de la política, el abanico de sucesos que supuestamente la define es muy amplio. Pero cuando hablamos de política no sólo nos referimos a un sistema de dominación o a un determinado dispositivo de poder, sino a los momentos en que este poder se hace crudamente visible. La regularidad de un orden político y la rutina de un tiempo aplanado coexisten con la hegemonía de una ideología dominante que les hace creer a los hombres que la vida que viven es “natural” y universal.
Cuando esta supuesta naturalidad se quiebra, y su aspecto necesario o inevitable se diluye, aparece el rostro arbitrario del poder, la violencia de su ejercicio y la sangre previamente coagulada de la dulce letra de la ley.

Michel Foucault decía que Nietzsche se había particularmente interesado en la articulación entre el cuerpo y la historia, y lo hizo a partir de una investigación sobre los sistemas de castigo y las modificaciones en las legislaciones penales.
Las guerras son la continuación de la política a la vez que también pueden concebirse como su muerte. Hay guerra cuando la política se ha vuelto inútil. En caso contrario, debe aceptarse que el hecho de la guerra, es decir la muerte del adversario, es una alternativa siempre válida en el desarrollo de los conflictos que atraviesan a las sociedades.

Para muchos es así, y si no existiera esta alternativa, consideran que la política es una mentira elaborada por la clase dominante y por la comedia del sistema representativo destinado a reforzar su poder.
Pero más allá de esta discusión interminable acerca de los vaivenes entre violencia y consenso que giran alrededor de la resolución de los conflictos políticos, detengámonos un momento en la inquietud de los filósofos y de sus aportes frente a la guerra de la que fueron testigos.
Séneca y Marco Aurelio han sido protagonistas de uno de los imperios más poderosos de la historia. El primero, secretario político de Nerón; el otro, emperador; estos dos filósofos estoicos meditaron sobre el poder y la piedad, aquella virtud antigua –en realidad un llamado de atención– sobre el uso de los recursos de los que dispone quien frente al débil ejerce el poder. La mansuetudo, la humilitas, la generositas son formas de conducta de un hombre que debe saber contenerse, ser moderado, benevolente, y que no hace abuso de sus posibilidades de dominar.

San Agustín interroga la causa por la que la gran Metrópolis, el imperio invencible de Roma, cae en manos bárbaras, al tiempo que cuestiona la soberbia de una filosofía que desde hacía diez siglos dejaba el destino del hombre bajo el control supuestamente ecuánime del logos.
La lucha de Santo Tomás ante la captura mahometana de los escritos de El filósofo, la obra que elabora para reconquistar a Aristóteles e impedir que sea un blasón legitimador de los filósofos árabes como Averroes, es una única batalla con su intento de mostrar en la Suma que el camino hacia Dios pasa por la materia, labor imprescindible en contra de las sectas maniqueas como la de los cátaros que seducían a los Burgos y burgueses con su prédica apocalíptica y su permisividad ética. Tiempos de cruzadas e invasiones.

Los escritos florentinos de Maquiavelo son estratégicos y coyunturales una vez fracasada su tarea política que lo llevó a la cárcel y a la tortura. Su idea de milicias populares contra la acción de los condottieri coexiste con sus consejos al príncipe.
Montaigne se encierra en su torre por el resto de sus días ante el espanto por la masacre de Saint-Barthélemy y el asesinato de los hugonotes. Sus Ensayos son el fruto de la meditación de un hombre retirado del oficio público y desencantado de la acción política.

La guerra civil inglesa fue un acontecimiento que determinó la historia de Gran Bretaña. Poblaciones civiles enteras masacradas por el fanatismo religioso marcaron un límite de no retorno y toda la reflexión de la filosofía política desde Hobbes en adelante, se dedica a pensar el modo en que puede construirse un Estado que tenga el monopolio de la violencia y encuentre su legitimación en otro tipo de miedo que no sea el del infierno celestial.
Kant y la Revolución Francesa; Hegel y las Guerras Napoleónicas; y en el siglo XX Heidegger y el nazismo; Hannah Arendt y el stalinismo; Sartre y la Guerra Fría; Foucault y Mayo del 68; Rorty y la Guerra de los Balcanes; Baudrillard y las Torres Gemelas; León Rozitchner y la Guerra de Malvinas; Oscar del Barco y la violencia argentina de los 70; en síntesis, los grandes filósofos han intentado pensar su actualidad beligerante y el futuro incierto que se abría, ya fuera aurora o crepúsculo.

*Filósofo, (www.tomasabraham.com.ar).