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El fin de Europa

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Sabremos poco y nada de estos terribles atentados. Bruselas arde tres días después de la detención de Salah Abdeslam, acusado de los atentados de París. Cuesta imaginar que en tres días se haya orquestado tal horror. Salvo que las capturas, las venganzas y los terrores sean parte del mismo mecanismo de dominación y propaganda. La urgencia es conservar Occidente intacto. El enemigo invisible armado a tales fines es espantoso. Es el diablo peor de las fábulas, es el dragón, es el infierno.

Tengo varios proyectos teatrales allá. No me es muy claro a qué aeropuerto voy a llegar, a qué país en sombras. Para colmo, la obra que nos traemos entre manos (con tres años de gestación) es El fin de Europa, una serie de bocetos que desmitifican la idea de final, esa idea útil para amedrentar y apaciguar reclamos justos. Puede que ahora nos tiemble un poco el pulso al pregonar “El fin de Europa”. El debate por el fin del euro, el cierre de fronteras, las murallas en Grecia, los zapatos acumulados en la estación de Budapest para los inmigrantes que llegan sin nada hacen pensar en un mapa apocalíptico. Adherir a la idea cuasi publicitaria de “final” puede resultar una trampa retórica. ¿Cómo señalar la ironía de nuestra propuesta cuando el mundo ha cambiado hasta el punto en el que no se puede ser irónico? ¿Cómo expresar lo sutil, cómo explicitar los matices cuando las estaciones y los aeropuertos vuelan en pedazos?

En una de las proclamas de esta semana, los europeos se levantan: no estamos en guerra, dicen. Y si lo estamos, que nos expliquen de qué lado y por qué estamos peleando. “No estamos en guerra contra los cientos de miles de refugiados e inmigrantes que vuestra policía y vuestras armadas europeas humillan. No estamos en guerra contra los millones de parados y los millones de trabajadores precarios, contra la juventud, contra los artistas, contra los jubilados... a los que condenáis a la angustia.”

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No es el fin de Europa. No al menos de esa Europa.