No es que me sienta estos días particularmente deprimido, pero escribiendo desde Europa, no veo otra alternativa que pintar un paisaje inquietante y un futuro incierto. La Unión Europea está atravesada por un oscuro sentimiento de crisis. Aunque entre las personalidades, de mayor o menor notoriedad, que se expresan habitualmente en el espacio público (economistas y politólogos mediatizados, intelectuales de distintos perfiles, pero cuyos puntos de vista suelen ser atendidos, responsables políticos de mayor o menor peso) parece haber un cierto consenso acerca de la gravedad de la crisis, hay también, curiosamente, una especie de incomodidad, de perplejidad o tal vez de desconcierto con respecto a qué es, en definitiva, esta crisis. Si fue financiera y/o económica en su inicio, es ya claramente política y social. ¿Qué entidades están en crisis? ¿Algunas naciones (además de los Estados Unidos)? ¿Algunos países de Europa o la Unión en su conjunto? ¿Tendrá principalmente efectos regionales o afectará por igual al planeta entero, incluida China? Intelectuales de izquierda no dudan en identificarla: lo que está en crisis no es otra cosa que el capitalismo, el propio sistema que los regímenes republicanos liberales consolidaron a lo largo de todo el pasado siglo. Y la fuerte acentuación de la desigualdad social en las llamadas democracias es el nuevo rostro de la lucha de clases. Más hacia el centro, se responsabiliza a la ideología liberal, nutrida en la ilusión de un mercado supuestamente capaz de autorregularse, pero se sigue insistiendo en la posibilidad de un capitalismo con sensibilidad social. A la derecha, claro, están los que se limitan a insistir en que “hay que apretarse el cinturón”. Todos tratan de acomodarse, con distinta suerte, a las tensiones conceptuales que provocan viejas categorías aplicadas a una situación inédita. Y los gobiernos de los países clave de la Unión, sea cual fuere su matiz dentro del espacio político europeo –que se sigue pensando con la metáfora de la izquierda y la derecha– se embarcan en planes drásticos de ajuste, sabiendo perfectamente: a) que se agravarán las desigualdades y, por lo tanto, los conflictos sociales y b) que las restricciones del espacio económico europeo vuelve esos planes fatalmente ineficaces.
Yo no tengo ninguna inclinación apocalíptica –con perdón de Umberto Eco–, pero tampoco me siento integrado. Tiendo más bien a focalizar mi atención en los discursos que circulan en las sociedades en que vivimos, y que construyen las múltiples realidades que las componen. Desde este punto de vista, la crisis (por darle un nombre a esta situación que todavía no tiene interpretaciones estabilizadas) está produciendo en el mundo (porque no cabe duda que se trata de un proceso global, aunque se sienta más o menos, y de diferentes maneras, en distintos lugares) un reacomodamiento bastante radical de los discursos y de su peso relativo en el funcionamiento social. El discurso económico (y no hablo de la academia, sino del espacio público) funcionó durante todo el siglo XX como el discurso de la “realidad” de las sociedades modernas. Creo que hoy está perdiendo muy rápidamente esa legitimidad a los ojos de la mayoría de los “ciudadanos”, porque se lo percibe cada vez más claramente –y con toda razón– como una dimensión de la política. Acabo de poner entre comillas la palabra ciudadanos, porque es un concepto inseparable del discurso político, el cual ha perdido desde hace tiempo buena parte de su credibilidad tradicional. La historia de la Unión Europea es a este respecto ejemplar: durante los largos años en que el discurso económico era percibido como diferente del político, la UE funcionó razonablemente bien. A partir del momento en que los enunciadores de la UE y de su futuro aparecieron explícitamente como políticos, todo cambió. El rechazo de la constitución europea en el plebiscito francés fue un primer momento de verdad. En el caso particular de la Unión Europea, la crisis de legitimidad del discurso político está íntimamente ligada al debilitamiento de su marco interpretativo tradicional: la Nación. Pero los efectos crecientes de la globalización van a producir las mismas consecuencias en todas partes.
No sé si esta crisis es una crisis del sistema capitalista y no me parece probable que sea una crisis final. Pero ojalá sea el anuncio del fin del discurso político disfrazado de economía.
*Profesor plenario, Universidad de San Andrés.