El debate político brasileño está tan contaminado por las informaciones policiales que parece que nada más le interesa al país. Como si todo lo que hubiera de relevante fuera saber cuál será el próximo escándalo.
A eso debe sumarse la intensa polarización ideológica de los últimos años, desde las manifestaciones de 2013 que, sin discutir cómo surgieron o quién las alentó, rompieron con un ambiente de “enfrentamiento civilizado” que había caracterizado a Brasil desde la redemocratización.
En ese ambiente había disenso y visiones antagónicas sobre los problemas nacionales y sobre cómo enfrentarlos. Pero sin que esas diferencias de opinión colocaran a las personas en campos adversarios, en los que no piensan de la misma manera son descalificados y considerados enemigos.
En las crisis políticas de los primeros veinte años después del fin de la dictadura se preservó este modelo de debate civilizado. A pesar de los percances, del ascenso y la caída de José Sarney, de la victoria y el derrumbe de Fernando Collor y, en especial, del delicado intervalo del gobierno de Itamar Franco, la guerra ideológica nunca fue declarada y el sistema institucional no se desorganizó. Las personas y los partidos no compartían los mismos valores y vivían en relativa armonía.
Eran tiempos muy diferentes. Al punto de que es posible realzar la continuidad de los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inácio Lula da Silva. Más de un analista ha destacado qué positivo fue que el primero se concentrara en un conjunto de temas y el segundo en otros: FHC en la organización de la economía y Lula en la inclusión social.
Muchos observadores, dentro y fuera del país, consideraban que éramos privilegiados por haber experimentado gobiernos distintos, aunque complementarios, cada uno con sus méritos. Brasil pasó a ser visto como casi único en un mundo donde las incompatibilidades y las rupturas eran la regla.
En poco más de un año tendremos una elección presidencial que puede ser decisiva para nuestro futuro. Es la oportunidad para poner fin a este largo período de desorden institucional que atravesamos. Es fundamental que sea libre, que la candidatura de Lula, deseada por más de la mitad de Brasil, no sea excluida por la interferencia de nadie. La población es la que debe decir si lo quiere en la vida política y en qué función, no un grupito de funcionarios públicos que se creen dueños de la verdad.
En la elección de 2018, Brasil va a afirmar lo que quiere ser, al aprobar una agenda de la mayoría y señalar quién la ejecutará. Al mismo tiempo, asegurará los instrumentos para que su voluntad sea respetada. No será algo sencillo. La sociedad brasileña es hoy más compleja de lo que lo era en el fin de la dictadura. La gente cambió y los problemas son diferentes, algunos típicos de sociedades desarrolladas, otros del pasado.
Más allá de consensos obvios, y por eso mismo poco significativos, como la lucha contra la corrupción, la población está dividida al medio frente a las “grandes ideas”, como mostró una reciente encuesta del Instituto Vox Populi.
Temas genéricos como “desarrollo”, “desestatización” o “justicia social” son importantes, pero a la gente le interesa cómo, con quién y de dónde saldrán los recursos.
Es una pena que hoy estemos lidiando con los lamentables hechos cotidianos y sus personajes menores. En breve serán los comicios y el tiempo habrá pasado sin que hayamos discutido todo lo que hay para discutir.
*Sociólogo. Titular de la consultora Vox Populi.