Faltan 267 días. No se trata de la publicidad de un candidato presidencial sino de la pura realidad. El 10 de diciembre habrá finalizado el ciclo que insumió la última tercera parte de nuestra vida democrática. Ese final, que por momentos el oficialismo pareciera no querer ver y sus posibles sucesores no logran imaginar, será también el inicio de algo nuevo.
Sí, lo que venga será irremediablemente distinto. Gane quien gane las elecciones. Porque el férreo poder ejercido por el matrimonio Kirchner durante estos doce años fue pensado y construido de arriba hacia abajo. Concebido como bien ganancial, el proyecto nacional y popular no tenía fecha de vencimiento y, por tanto, tampoco necesidad de sucesores. Era como las revoluciones: para siempre. Un plebiscito cada cuatro años. Enroque. Y vuelta a empezar. Se sabe que eso no fue posible por un hecho natural no calculado.
Recién en los últimos tiempos una pizca de melancolía oficial ha empezado a destilar clima de cierre de temporada. Primero la denuncia y luego la escandalosa muerte del fiscal Alberto Nisman despejaron las últimas fantasías de perpetuidad. Todo es muy reciente. Hay que recordar que en septiembre –hace apenas un rato–, cuando Máximo K salió a la cancha en Argentinos Juniors y demostró que podía hablar de corrido, la máquina todavía gruñía amenazante. Incluso los discursos presidenciales (tan abundantes, tan seriales) suelen arrastrar aún hoy cierto tufillo inaugural. Pero, aunque el inconsciente se resista, habrá sucesión. Y no será la que el poder político imaginó. Será la que su fuerza propia le permita negociar.
Sin centralidad. “El poder desgasta al que no lo tiene”, decía Giulio Andreotti, el hombre que supo tener a Italia en sus puños. Cristina Fernández de Kirchner, la Jefa, tendrá que mudarse antes de la Navidad. Su liderazgo, el que le reste –aun ganando alguno de los candidatos del oficialismo–, perderá centralidad.
Quizá no haya prueba más contundente de esta nueva realidad que la información –nunca desmentida– que publicó el viernes Nicolás Wiñazki en Clarín. Según el periodista, habría sido gravitante la gestión de Daniel Scioli, el enemigo íntimo número uno, en la resolución de la Cámara Federal para desestimar la denuncia de Nisman por encubrimiento en el atentado a la AMIA.
Como viene ocurriendo desde mediados de enero, la semana estuvo cargada de otras significativas muestras de que el estrés llegó a la cima:
- Empezó con la senadora Beatriz Rojkés de Alperovich, segunda en la línea sucesoria presidencial hasta el año pasado cuando la reemplazó otro caudillo provincial, el santiagueño Gerardo Zamora. La esposa del gobernador tucumano dejó que su afilada lengua volviera a traicionarla, como ya le había sucedido en otras ocasiones, y le lanzó un “pedazo de animal, vago de miércoles” a un comprovinciano que le reclamó a los gritos máquinas para afrontar las consecuencias de las terribles inundaciones que asolaron Tucumán. Y, luego, en un alarde de clasismo digno de las peores aristocracias, le espetó: “Tengo diez mansiones, no una”. La anécdota sería sólo anécdota si no fuera porque trasluce la concepción profundamente retrógrada que anida en las entrañas de un sistema feudal que permanece intacto en el país. Con el agravante de que en los últimos años una pátina de progresismo cubrió sus fechorías. La trayectoria política de Rojkés es similar a otras: primavera juvenil en la izquierda, otoño nacional y popular.
- También dieron cuenta las noticias de que otro aliado del Poder Ejecutivo, el eterno gobernador de Formosa Gildo Insfrán, habría tejido una red de espionaje contra organizaciones sociales y políticas de la castigada provincia. Según la denuncia realizada por el Partido Obrero hay casi un centenar de correos electrónicos que prueban las persecuciones instrumentadas por la policía local pero controlada directamente desde la Casa de Gobierno. ¿Será Insfrán parte de la reserva K para preservar su poder a futuro? ¿Se sentará este ex militante de Guardia de Hierro a esperar las órdenes que Cristina le dará cuando ya no viva en Olivos?
- La perla de la semana la aportó sin embargo el benjamín presidencial Axel Kicillof. Una pregunta tan elemental como la de un médico que consulta sobre la temperatura del paciente lo mandó rápidamente a la banquina. “No, yo no tengo cifras sobre la pobreza”, respondió, para balbucear luego que esa categoría (“pobres”) le parecía “estigmatizante”. No hizo falta explicar nada más. Hacía apenas unas horas que había empezado a rodar su nombre como posible compañero de fórmula de los “poco confiables” Scioli o Randazzo cuando el garante de la ortodoxia cristinista decidió rociarse con nafta. Por supuesto el chico arrogante que estudió a Keynes dijo que le tendieron una trampa. Pero la grabación es tan nítida que hasta un sordo se sobresaltaría. Los antojos de la Presidenta casi nunca dieron buenos resultados. Sólo alcanza con recordar a Amado Boudou para que los avezados caciques peronistas sientan la comezón de la urticaria.
Hay final y empieza a notarse. Esa es la novedad que cuesta asimilar e imaginar. Porque el kirchnerismo roció de épica cada una de sus batallas, por mínimas que fueran. Y, de alguna manera, nos involucró a todos en su dramatismo conceptual. Vivimos cada día de estos doce años como pasajeros de una revolución imaginaria. El énfasis fue la marca de los tiempos K. Himnos, cánticos, millonarias campañas televisivas para aclamar un modelo que hoy no puede publicar las cifras de la economía porque desnudarían la triste realidad de una nación que en verdad ha desperdiciado, una vez más, una interesante oportunidad histórica para colgarse al carro de la modernidad.
Quizá como resultado de esa desmesura empalagosa que caracterizó al discurso oficial de esta década y pico, toda proyección sobre lo que vendrá nos resultará un tanto opaca. ¿Cómo serán nuestros días, en apenas nueve meses, sin gritos ni proclamas cotidianas? ¿Cómo será la vida sin anuncios estridentes, sin garrafas revolucionarias ni guerras diarias contra los malos de siempre?
Habrá que empezar a ensayar. Porque, según las encuestas, venga quien venga la tendencia marca hacia un país más normal. Donde, por ejemplo, se pueda saber cuántos pobres hay. Sin temor a los estigmas.
*Periodista y editor.