La versión original de Operación Traviata, ¿quién mató a Rucci? tuvo una fuerte repercusión que incluyó la venta de más de 45 mil ejemplares en ocho ediciones y la reapertura de la investigación judicial, que estaba archivada desde hacía casi 20 años.
¿Por qué ocurrió esto? ¿Cómo se explica el éxito de un libro sobre un asesinato ocurrido hacía 35 años cuya víctima había sido un sindicalista metalúrgico, un peronista ortodoxo, un duro y áspero dirigente enfrentado a quienes él llamaba “los bolches” y “los bichos colorados”, en un momento en el que el discurso kirchnerista sobre los 70 parecía hermético, blindado, impenetrable?
Las razones son varias, como la pérdida de hegemonía (la dirección política y moral de una sociedad) por parte del kirchnerismo luego de la derrota frente al campo y el cansancio de vastos sectores frente al revisionismo unilateral y maniqueo del pasado reciente.
Otra de esas razones es que la década del 70 sigue interesando a los argentinos, siempre que los libros que surjan no sean meras repeticiones del paradigma oficial. ¿Y por qué seguimos tan atados a esa década? Esto es así porque en esa década, que podríamos extenderla hasta el final de la dictadura, 1983, fracasaron tres proyectos de país.
Cada uno de esos proyectos, de esas patrias posibles, había entusiasmado intensamente a diferentes sectores y generaciones, había desplegado diversas utopías, hasta cubrir prácticamente a toda la sociedad. Volver a pensar los 70 puede ser entendido como el intento de encontrar las razones de esos fracasos tan sentidos.
Son fracasos que todavía no han sido resueltos, de los que aún no podemos liberarnos, como queda claro con la falta de identidad actual del peronismo, una confusión que impregna a toda la política argentina en tanto es el partido mayoritario del país.
Esas tres visiones de lo que podría haber sido la Argentina fueron la “patria peronista”, la “patria socialista” y la “patria militar”.
La patria peronista fue la que primero fracasó en los 70, luego de la muerte de Perón y con la implosión del Pacto Social, a la que el asesinato de Rucci contribuyó en una medida difícil de determinar pero que debe haber sido importante.
Antes de reflexionar sobre la patria peronista, una breve consideración acerca de los otros dos fracasos que nos persiguen desde el setentismo. La patria socialista constituía el objetivo último de los grupos guerrilleros. El líder de Montoneros, Mario Firmenich, lo dice con claridad en su Charla de la Conducción Nacional a los cuadros de Montoneros, en simultáneo con el asesinato de Rucci. “La ideología de Perón es contradictoria con nuestra ideología porque nosotros somos socialistas; es decir, para nosotros la Comunidad Organizada, la alianza de clases, es un proceso de transición al socialismo.”
Esa patria socialista suponía una dictadura, por lo menos en un primer momento, y la estatización o nacionalización de los medios de producción. Como enseñaba la teoría marxista y como mostraban los socialismos reales, por ejemplo la Revolución Cubana.
Este proyecto fracasó. Primero, los guerrilleros le disputaron a Juan Perón la conducción del Movimiento y del país, y aquí entra el asesinato de Rucci, el alfil de Perón en el sindicalismo; luego, fueron aislándose de los sectores populares a los que se proponían redimir y, por último, terminaron derrotados por los militares, que tomaron el poder en 1976.
La patria militar fue el proyecto de sectores que querían un sistema político restringido, para pocos, y que habían ungido a las Fuerzas Armadas, en especial al Ejército, como el actor que debía representarlos políticamente ante el fracaso de sus partidos para frenar al peronismo en las urnas.
Eso estalló en 1983 por una constelación de razones: el fracaso del plan económico, la derrota en la Guerra de Malvinas, las peleas dentro del “partido militar” y la ilegitimidad básica de un régimen que desde el aparato estatal había apelado a los secuestros, las torturas, las desapariciones y los asesinatos sistemáticos y masivos en su lucha contra la guerrilla en particular, y las organizaciones sindicales y políticas en general.
Antes, había fracasado la patria peronista, el intento de Perón de reeditar en los 70 su proyecto de país, que giraba alrededor de un concepto, la Tercera Posición, también en los planos económico y social: ni el “individualismo egoísta” del capitalismo liberal ni la lucha de clases del comunismo. En su lugar, la Comunidad Organizada, la colaboración entre el trabajo y el capital con la mediación y orientación del Estado a través del Pacto Social.
El nuevo Pacto Social fue firmado incluso antes del regreso de Perón del exilio, el 8 de junio de 1973 por Rucci, en representación de los sindicatos; Julio Broner, en nombre de los empresarios, y José Gelbard, el ministro de Economía, ocupando la silla del Estado.
El asesinato de Rucci dañó tanto el esquema político de Perón porque el líder sindical le garantizaba el control de las demandas de los trabajadores, es decir aumentos salariales modestos antes de un prolongado congelamiento de precios.
Un documento reciente de las Madres de Plaza de Mayo sobre Rucci recuerda aquella decisión de Rucci, críticamente: “En ese momento de ascenso de las luchas y reivindicaciones obreras, firmar eso, como representante de los trabajadores, era conformarse con poco y era traicionar lo que las bases pretendían”.
Esa moderación sindical era una de las claves para que el Pacto Social tuviera éxito desde el punto de vista de Perón, es decir para que impulsara el crecimiento del país, la reducción de la inflación y una distribución equitativa de la riqueza, en procura del objetivo peronista del 50 por ciento para el trabajo y el 50 por ciento para el capital.
¿Conocían todo eso los montoneros que mataron a Rucci? Es muy difícil saberlo. ¿Lo mataron para boicotear el Pacto Social de Perón? Tampoco hay pruebas. De todos modos, el Pacto Social estaba muy presente en las intervenciones de los líderes de la guerrilla peronista, habituales críticos de Rucci, la CGT y las 62 Organizaciones, de la “burocracia sindical”, que, en su opinión, no representaba los intereses genuinos de los trabajadores.
Quien sí parecía saber que la firma del Pacto Social le traería problemas más bien graves era el propio Rucci, según cuenta el experimentado dirigente Antonio Cafiero, amigo y aliado de Rucci: “El me dijo una vez: ‘Mire, Antonio, a mí me van a matar’”.
—¿Cuándo le dijo eso? ¿Después de firmar del Pacto Social?
—Exacto. “Me van matar por firmar el Pacto Social”, me agregó.
—¿Por qué pensaba eso?
—Porque él entendió que eso iba a ser un arma que iban a utilizar sus enemigos para declararlo traidor a la clase trabajadora.
—Pero, ¿no apuntaba a ningún sector en especial?
—Bueno, él se sabía sentenciado por los montoneros. No me lo dijo con estas palabras pero me lo dio a entender.
—¿Usted cree que el Pacto Social era la columna vertebral del plan de gobierno del peronismo?
—En aquel momento, sí. El Pacto Social, la concertación entre el capital y el trabajo.
—¿Y piensa que la muerte de Rucci fue también un poco como dinamitar esa patria peronista?
—Claro, claro, la concepción central de Perón giraba alrededor de la concertación, de una concertación planificada, en un país conmovido por unos desencuentros realmente pavorosos, sobre todo porque los muchachos de la Juventud, los que estaban en esa posición, todavía soñaban con la patria socialista y en la patria socialista la concertación no existe; existe la lucha de clases. Con la firma del Pacto, Rucci veía que quedaba un poco pataleando en el aire para esos sectores.
El Pacto Social firmado en 1973 tuvo logros durante un tiempo, pero la situación se deterioró a partir de la muerte de Perón, el 1º de julio de 1974, hasta explotar al año siguiente, el 4 de junio de 1975, con el Rodrigazo, la estampida de precios que provocó el paquete del nuevo ministro de Economía, Celestino Rodrigo.
El Rodrigazo derivó en un vacío de poder del que el gobierno de Isabel Perón nunca se pudo recuperar.
Aquel fracaso de la patria peronista dejó a la fuerza política fundada por Perón con un problema de identidad, que todavía no ha sido resuelto y que se ha derramado a todo el sistema político argentino.
Luego de 1983, las dos experiencias de gobierno del peronismo surgidas de las urnas han intentado definir qué es o debe ser el partido al que las encuestas le asignan alrededor de un tercio de votos propios. Tiene el mayor caudal, pero no puede ganar elecciones sin el respaldo de otros sectores ubicados a sus flancos, como ocurrió primero con Carlos Menem y luego con Néstor Kirchner, que aglutinaron a públicos ideológicamente enfrentados.
Para el menemismo, el peronismo debía ocupar un espacio del centro a la derecha, sumando a los sectores que habían quedado huérfanos con el fracaso de la patria militar. Para el kirchnerismo, por el contrario, el peronismo debe vertebrar un movimiento que se mueva del centro a la izquierda, integrando a los sectores que habían soñado con la patria socialista.
Esta falta de identidad se refleja en las políticas adoptadas: en los 90, el peronismo privatizó empresas estatales, como Aerolíneas Argentinas, el Correo y Obras Sanitarias de la Nación, que en la década siguiente volvió a nacionalizar, apelando en ambos casos a una interpretación diferente de la doctrina del movimiento fundado por Juan Perón.
Esta confusión se corporiza en los numerosos dirigentes peronistas que, con idéntico fervor, aprobaron tanto las privatizaciones como las estatizaciones de esas empresas.
Con este doble movimiento, hacia la derecha y hacia la izquierda del espinel ideológico, el peronismo ha deglutido a partidos y movimientos sociales ubicados a sus costados y ha terminado por confundir a avezados políticos como el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva. “No entiendo mucho al peronismo. Es casi como una religión. Vi gente de derecha que era peronista. Y vi gente de izquierda que era peronista. Es un milagro que solamente los argentinos pueden hacer”, dijo en una entrevista reciente con La Nación.
La Argentina parece haberse peronizado, a derecha y a izquierda, y eso es, en parte, herencia de los setenta.