COLUMNISTAS
A cinco aos del 11-S

El fuego en la mente de los hombres

El filósofo esloveno analiza las implicancias ideológicas detrás de las buenas intenciones de dos estrenos cinematográficos recientes: Vuelo 93 y World Trade Center.

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En conmemoración del quinto aniversario del 11-S, acaban de estrenarse dos superproducciones de Hollywood: Vuelo 93, de Paul Greengrass, y World Trade Center, de Oliver Stone. La primera impresión es que las dos películas pretenden ser lo más anti-Hollywood posible: ambas ponen de relieve el coraje de las personas comunes, sin estrellas glamorosas, efectos especiales o gestos heroicos grandilocuentes; sólo una descripción sobria y realista de personas ordinarias en circunstancias extraordinarias. Las películas contienen, sin duda, un toque de autenticidad. Recordemos que la gran mayoría de los críticos alabó en forma unánime el hecho de que los filmes hayan evitado el sensacionalismo, como también su estilo sobrio y moderado. Pero es ese mismo toque de autenticidad lo que se vuelve sospechoso: debemos preguntarnos de inmediato, pues, cuál es su propósito ideológico.

Detrás de las excepciones. Hay tres cosas que vale la pena destacar: en primer lugar, ambas películas giran alrededor de la excepción. Vuelo 93 fue el único de los cuatro aviones secuestrados en el que los terroristas fracasaron y no pudieron llevar a destino. WTC relata la historia de dos de las veinte personas que fueron rescatadas de los escombros. Así, el desastre se convierte en una especie de triunfo, en especial en Vuelo 93, en la que el dilema de los pasajeros se resume en lo siguiente: ¿qué pueden hacer en una situación en la que saben con seguridad que van a morir? La decisión heroica es: si no podemos salvarnos a nosotros mismos, al menos intentaremos salvar la vida de otros. Por lo tanto, toman por asalto la cabina del piloto para derribar el avión antes de que diera en el blanco previsto por los secuestradores (los pasajeros estaban enterados de que dos aviones se habían estrellado contra las Torres Gemelas). ¿Cómo funciona este modo particular de relatar la historia de una excepción?

Aquí, la comparación con La lista de Schindler, de Steven Spielberg, resulta instructiva: aunque la película es sin duda un fracaso artístico y político, la idea de elegir a Schindler como héroe no deja de ser correcta. Al presentar a un alemán que hizo algo por los judíos, es posible demostrar que se podía hacer algo y, por esa vía, condenar de modo efectivo a los que no hicieron nada alegando que no era posible hacer algo. Por el contrario, en Vuelo 93, el enfoque en la rebelión tiene como finalidad evitar que nos hagamos las preguntas pertinentes. En otras palabras, recurramos a un sencillo experimento mental e imaginemos ambas películas sometidas al mismo cambio: American 11 (u otro vuelo que dio en el blanco) en lugar de Vuelo 93, con la historia de sus pasajeros; y WTC, en otra versión, como la historia de dos de los bomberos o policías que sí murieron entre los escombros de las Torres Gemelas luego de una prolongada agonía… Sin justificar en modo alguno el terrible crimen o pretender algún tipo de “comprensión”, el nuevo ángulo nos enfrentaría con el verdadero horror de los hechos y nos llevaría, en principio, a pensar y a hacernos preguntas en serio sobre cómo pudo ocurrir algo así y qué es lo que significa.

En segundo lugar, ambas películas incluyen también excepciones formales notables, momentos que rompen su estilo básico, conciso y realista. Vuelo 93 empieza con escenas de los secuestradores en una habitación de motel, orando y preparándose; tienen expresiones sombrías, como ángeles de la muerte. Y la primera toma después del título y de los créditos confirma esta impresión. Luego viene una panorámica desde los cielos de Manhattan en medio de la noche, acompañada por el murmullo de los rezos de los secuestradores, como si estos últimos deambularan por encima de la ciudad, disponiéndose a descender a tierra a fin de cosechar lo sembrado…

De modo similar, en WTC no hay tomas directas de los aviones cuando chocan contra las torres. Segundos antes de la catástrofe, lo único que se ve, cuando uno de los policías se pasea por una calle muy concurrida en medio de la multitud, es una sombra siniestra que pasa rápidamente por encima de ellos… la sombra del primer avión. (Además, en forma elocuente, después de que los policías-héroes quedan atrapados entre los escombros, la cámara, al estilo de Hitchcock, se eleva en el aire en una “visión de Dios” de toda la ciudad de Nueva York.)

El pasaje directo de la vida cotidiana y realista a la vista desde arriba les otorga a ambas películas una extraña resonancia teológica, como si los ataques fueran una especie de intervención divina. ¿Qué significa esto? Recordemos la primera reacción de los evangelistas mediáticos Jerry Falwell y Pat Robertson ante el bombardeo del 11-S; los interpretaron como la señal de que Dios había dejado de proteger a los Estados Unidos debido a la vida pecaminosa de sus ciudadanos, y culparon al materialismo hedonista, al liberalismo y a la sexualidad desenfrenada afirmando que así obtenían su merecido. El hecho de que tanto las condenas a la América “liberal” como la del “Otro musulmán” haya surgido de lo más hondo de l’Amérique profonde debe darnos que pensar.

Intervención y abstención. De manera encubierta, Vuelo 93 y WTC tienden hacia lo opuesto, hacia la interpretación de la catástrofe del 11-S como un bien oculto detrás del mal, como la intervención divina desde el cielo para sacudirnos del letargo moral en que estamos inmersos, con el propósito de que saquemos a relucir lo mejor de nosotros mismos. WTC termina con las palabras en off que explican en detalle el mensaje: sucesos terribles como la destrucción de las Torres Gemelas sacan a relucir lo peor y lo mejor de la gente: el coraje, la solidaridad y el sacrificio en bien de la comunidad. Se muestra cómo las personas son capaces de hacer lo que jamás hubieran imaginado. Y, en efecto, la perspectiva utópica es una de las temáticas subyacentes que provocan la fascinación de las películas catástrofe, como si nuestras sociedades necesitaran de ellas para reavivar el espíritu de solidaridad comunitaria.

Llegamos así al punto final y más crítico: ambas películas no sólo se abstienen de asumir una posición política respecto de los sucesos, sino incluso de presentar el contexto político más abarcador. Ni el pasajero en Vuelo 93 ni el policía de WTC tienen noción alguna del cuadro general… de pronto se ven inmersos en una situación aterradora y tienen que salir adelante como pueden. La falta de “cartografía cognitiva” es crucial. Ambas películas muestran personas comunes afectadas por la invasión repentina y brutal de la Historia como la Causa ausente, como lo Real invisible que golpea. Lo único que vemos son sus consecuencias desastrosas, cuya causa es tan abstracta que, en el caso de WTC, bien podríamos imaginar una película exactamente igual en la que un fuerte terremoto derrumbara a la Torres Gemelas. O, incluso, de modo más problemático, podríamos imaginar la misma película ambientada en una gran ciudad alemana en 1944, después del devastador bombardeo de los Aliados… (en un documental televisivo sobre esa época, algunos pilotos del Reich que defendían las ciudades alemanas con los pocos aviones militares que les quedaban declararon que no tenían nada que ver con el régimen nazi, no participaban en política, y sólo estaban defendiendo su país con valentía).

¿Qué pasaría con la misma película, esta vez sobre una torre bombardeada en el sur de Beirut? El asunto es que NO PUEDE ocurrir allí. Una película semejante hubiera sido rechazada como “sutil propaganda terrorista a favor de Hezbollah” (y lo mismo hubiera pasado con la película alemana imaginaria). Lo que esto significa es que el mensaje ideológico-político de ambas películas reside, de modo preciso, en la abstención de incluir mensajes políticos. La abstención se fundamenta en la CONFIANZA implícita en el propio gobierno: “Cuando el enemigo ataca, sólo hay que cumplir con el deber”. Y ello, debido a la confianza implícita en que Vuelo 93 y WTC difieren en forma radical de películas pacifistas como La patrulla infernal de Stanley Kubrick, que también muestran personas comunes (soldados) expuestos al sufrimiento y a la muerte… aquí, su sufrimiento aparece con toda claridad como un sacrificio sin sentido en aras de una Causa manipulada y oscura.

Retornamos así a nuestro punto de partida, al carácter “concreto” de las dos películas que presentan personas comunes de un modo sobrio y realista. Cualquier filósofo conoce el uso contra-intuitivo que hace Hegel de la oposición entre “abstracto” y “concreto”; en términos sencillos, “abstractas” son las nociones generales, en contraposición a objetos y sucesos “concretos” singulares realmente existentes. Para Hegel, es más bien la realidad inmediata la que es “abstracta”, y volverla “concreta” significa desplegar el contexto complejo universal que le da sentido. En eso reside el problema de las películas: ambas son ABSTRACTAS en su propia “concretud”. La función de la representación realista y práctica de los individuos concretos que luchan por su vida no es sólo evitar un espectáculo comercial de mal gusto sino la de eliminar el contexto histórico.

Y aquí estamos, cinco años después, aún imposibilitados de incluir el 11/S en una narrativa más amplia, para proporcionar una “cartografía cognitiva”. Por supuesto, hay una historia oficial, según la cual la amenaza virtual y permanente del enemigo invisible legitima los ataques preventivos. Justamente porque la amenaza es virtual, ya es demasiado tarde para esperar su actualización y se vuelve necesario atacar por adelantado, antes de que sea demasiado tarde.

En otras palabras, la amenaza del Terror invisible y omnipresente justifica las medidas protectoras de defensa demasiado visibles. La diferencia entre la Guerra contra el Terror y los conflictos mundiales previos del siglo XX –la Guerra Fría, por ejemplo– radica en que, en los casos precedentes, el enemigo estaba claramente identificado como el imperio comunista de existencia indiscutible, mientras que el ataque terrorista es espectral en forma intrínseca, y carece de centro visible. Se parece un poco a la caracterización del personaje de Linda Fiorentino en La última seducción: “La mayoría de las personas tiene un lado oscuro… pero ella tiene sólo eso”. La mayoría de los regímenes tiene un lado oscuro, opresivo y espectral… “pero la amenaza terrorista tiene sólo eso”.

El enemigo invisible. El poder que dice estar bajo amenaza constante y que, por lo tanto, sólo se defiende contra el enemigo invisible se expone al peligro de la manipulación. ¿Podemos confiar en ellos? ¿O sólo evocan la amenaza con el fin de disciplinarnos y mantenernos bajo su control? El resultado paradójico de la espectralización del Enemigo bien puede ser la inversión del rol: en este mundo sin un enemigo identificado con certeza, es el mismo Estados Unidos, el protector contra la amenaza, el que surge como principal enemigo… igual que en la novela de Agatha Christie, Asesinato en el Expreso de Oriente, donde la víctima (un millonario cruel) tendría que ser el criminal, puesto que todo el grupo de sospechosos resulta ser el asesino.

Así pues, la moraleja consiste en que, al combatir el terror, las políticas del Estado sean, más que nunca, democráticamente transparentes: éste es un punto crucial. En la actualidad, por desgracia, estamos pagando el precio de la red de embustes y manipulaciones sostenida por los gobiernos de los Estados Unidos y el Reino Unido en la última década, que alcanzó su clímax en la tragicomedia de las armas iraquíes de destrucción masiva.

Recordemos la alerta de agosto de 2006 sobre el frustrado intento terrorista de hacer estallar una docena de aviones durante el vuelo de Londres a los Estados Unidos: sin duda, la alerta no era falsa, y sería demasiado paranoico afirmar tal cosa. Pero, no obstante, surge la sospecha de que todo ello no fue más que un espectáculo bastante interesado, a fin de acostumbrarnos al estado permanente de emergencia, es decir, al estado de excepción como estilo de vida. ¿Cuál es el margen de manipulación que crean tales sucesos, donde lo único que resulta visible en la vida pública son las propias medidas antiterroristas? ¿No será que, a nosotros, a los ciudadanos comunes, nos exigen demasiado… un grado de confianza que traicionaron hace mucho tiempo los que están en el poder? ESTE es el pecado que nunca se les podrá perdonar a Bush, a Blair y a sus asociados.

¿Cuál es, pues, el significado histórico del 11-S? Hace doce años, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín. El colapso del comunismo fue interpretado en general como el colapso de las utopías políticas. Hoy en día, vivimos los tiempos postutópicos del gobierno pragmático, a partir del momento en que aprendimos la dura lección de que las nobles utopías políticas derivan en el terror totalitario… Sin embargo, lo primero que debemos tener en cuenta es que al presunto colapso de las utopías le siguieron diez años de dominio de la última de las grandes utopías, la utopía de la democracia liberal capitalista y global. El 9 de noviembre marcó así el comienzo de “los alegres años 90”, el sueño de Francis Fukuyama del “fin de la historia”, la creencia de que la democracia liberal, en principio, había triunfado, que la búsqueda ya había terminado, que la llegada de la comunidad mundial liberal y global se encontraba precisamente a la vuelta de la esquina, que los obstáculos a ese final feliz ultra-Hollywood eran apenas empíricos y contingentes (pequeños focos de resistencia cuyos líderes aún no habían comprendido que ya eran cosa del pasado). El 11-S es el gran símbolo del fin de ESTA utopía, el retorno a la historia real; se acabaron los alegres años 90 a la Clinton, se viene una nueva época en que nuevos muros aparecen por todos lados –entre Israel y Cisjordania, alrededor de la Unión Europea, en la frontera Estados Unidos-México, en la frontera España-Marruecos– que reemplazan el Muro del Berlín, una época de nuevas formas de apartheid y de tortura legalizada. La posibilidad de una nueva crisis global nos amenaza: catástrofes militares y de otro tipo, estados de emergencia permanentes…

Vale la pena mencionar a otro personaje que murió no hace mucho, Alfredo Stroessner, el inopinado precursor del estado de emergencia como estilo de vida normal. El régimen autoritario de Stroessner en el Paraguay de los años sesenta y setenta llevó la lógica del estado de excepción hasta un extremo absurdo aún no superado. Paraguay era –con respecto a su orden constitucional– una democracia parlamentaria “normal”, con todas las libertades garantizadas. No obstante, ya que, como afirmó Stroessner, todos vivimos en continuo estado de emergencia debido a las luchas en todo el mundo entre la libertad y el comunismo, el cumplimiento pleno de la Constitución debía ser postergado sin límite de tiempo, y se proclamó el estado de emergencia permanente. El estado de emergencia era suspendido sólo un día cada cuatro años, día de las elecciones, para que pudieran llevarse a cabo y así legitimar el gobierno del partido Colorado de Stroessner con una mayoría del noventa por ciento sobre sus opositores comunistas. La paradoja era que el estado de emergencia constituía el estado normal, mientras que la libertad democrática “normal” conformaba la excepción promulgada por un solo día.

Quizás aquel insólito régimen no hizo otra cosa que anticiparse al resultado más drástico de la tendencia visible a todas luces en nuestras sociedades liberales y democráticas como consecuencia del 11 de septiembre. Como dijo el presidente Bush inmediatamente después del 11-S, los Estados Unidos están en estado de guerra. Sin embargo, el problema es que, precisamente, los Estados Unidos NO están en estado de guerra, como resulta obvio, al menos no en el sentido convencional del término (para la gran mayoría, la vida cotidiana sigue su ritmo normal, y la guerra aún es asunto exclusivo de las agencias estatales). De este modo, la diferencia entre estado de guerra y estado de paz empieza a enturbiarse y hacerse borrosa, e ingresamos en una época en que el estado de paz puede ser al mismo tiempo un estado de emergencia.

Cuando Bush festejó la explosiva e irreprimible sed de libertad en los países postcomunistas como “el fuego en la mente de los hombres”, la ironía no intencional fue que utilizó una frase de Los endemoniados de Dostoievski, en la que el autor describe la actividad cruel de los anarquistas intransigentes que quemaron un pueblo: “El fuego en la mente de los hombres; no en los techos de las casas”. Lo que Bush no comprendió es que el 11 de septiembre de hace cinco años los neoyorquinos ya vieron –y olieron– el humo de ese fuego.

Traducción del inglés: Luz Freire.