Algún día el hincha de fútbol se hartará de tanta mediocridad.
La de muchos medios, que legitiman con argumentos fláccidos cualquier resultado que no implique una derrota.
La de muchos entrenadores que, desbordados por el pánico de perder el trabajo, aseguran que dignificar cierta estética del juego es una practica demodé (en realidad, intentan anteponer un pregón vacío antes que admitir una búsqueda miserable).
La de muchos jugadores –por estos pagos, la gran mayoría– que dejan en el vestuario aquello que los convirtió en privilegiados de la pelota a cambio de cumplir con el rol que les solicita su jefe. El mismo futbolista al que no se le ocurriría ir a un restaurante en el que improvisa como chef el responsable del valet parking no duda a la hora de “jugar hasta de arquero, si fuese necesario para el equipo”. Probablemente el equipo no lo necesite en ningún otro puesto que el que más o menos domina. Pero banquemos que, bajo el término “equipo” se esconde en realidad ese señor que, con traje o joggineta, quiere que hagamos lo que nunca supimos hacer sólo porque se le ocurre.
Y la del mismísimo hincha, que hace largo rato no busca en la cancha nada que no sea la victoria de su equipo.
Cada vez somos menos los que nos entusiasmamos por ir a la cancha a ver a un equipo que intente jugar como Newell’s o Vélez o a futbolistas que traten al juego como Riquelme o Verón. Es más, más allá de las prohibiciones de rigor –sólo presuntos hinchas locales en las tribunas–, probablemente le cueste recordar a usted la última vez que fue a una cancha a ver un partido que no haya jugado su equipo favorito. Sepan los más jóvenes que ésta fue una práctica habitual durante décadas: si tu equipo jugaba fuera de la ciudad, el consuelo dominguero era ir a la cancha más cercana a tu casa. Y si directamente no había fútbol de primera, el ascenso era un buen consuelo.
Ese ejercicio te llevaba inevitablemente a disfrutar –o padecer, claro– un partido por el juego en sí, sin importar siquiera quién ganase.
Por cierto, no estoy tan perdido como para pretender que vos vayas a la cancha sin importar cómo le vaya a tu equipo. Pero de ahí a que la única variable pase por ganar, empatar o perder nos termina de estupidizar como hinchas.
Ir a la cancha en la Argentina significa, sin excepción, una carrera llena de obstáculos dinámicos, de esos que nos plantean un dilema, una sorpresa o un imprevisto de un partido al otro. Entradas que no se venden, accesos no aptos para claustrofóbicos, ubicaciones que no se respetan, partidos que quizás ni siquiera terminan. Sólo un puñadito de las cosas que soportamos porque el fútbol es, para muchos de nosotros, un vicio que le da otra denominación a la palabra “pasión”. Si encima de todo esto –invertir tiempo libre, dinero y amor todo junto alrededor de un mismo asunto– lo único que nos llevamos a casa es un triunfo, un empate o una derrota es porque algo funciona muy mal dentro de uno. No discuto que el entorno intoxica. Otra vez, medios, jugadores y técnicos. Pero los hinchas deberíamos sobrevivir a esa medianía y al falso mensaje y rebelarnos. Gritar un gol y celebrar una victoria, pero reclamarles a los protagonistas –y a quienes te contamos el asunto– que se comprometan un poco más con el juego. A los hinchas de fútbol ya no nos importa seducir a la chica, cortejarla, robarle un beso o desabrocharle el corpiño. Ni siquiera cuenta si la chica nos gusta. Sólo nos interesa alcanzar el orgasmo.
Hace una semana, entre tantos exabruptos, desde la supina ignorancia de quienes ni siquiera se toman el trabajo de ver partidos –amén de que, aun mirándolos, no los comprenderían– se insinuó que el 4 a 3 de Barcelona al Real Madrid fue un partido plagado de errores. Mientras el hombre de los codificados hablaba, la tele mostraba una placa que advertía que Quilmes y Boca, avanzado ya el segundo tiempo, igualaban 0 a 0 en ocasiones de gol.
En línea con antiguos bochornos matemáticos que sugerían que el partido perfecto debía terminar, justamente, 0 a 0, el torneo Final nos regaló un viernes ideal. All Boys-Godoy Cruz, Estudiantes-Olimpo y Belgrano-Argentinos terminaron sin goles. Valga el detalle a cuenta de la posibilidad de que tampoco ayer, cerrada esta columna, haya habido goles. Y si Dios llegase a ser realmente argentino, tampoco tendremos goles hoy. Es decir, el mundo sabrá que el fútbol ideal se juega en la Argentina.
Tal vez por eso nos preocupa tanto la defensa del seleccionado. Al fin y al cabo, tipos como Messi, Agüero o Higuain son villanos que deforman el fútbol haciendo goles.