No hay nada mejor que el futuro. En el futuro habrá más amigos, amor eterno, negocios prósperos. El futuro es esperanza, la posibilidad de algo mejor. Woody Allen dice que no hay nada que le interese más que el futuro porque es donde pasará el resto de su vida.
Para los políticos, el futuro es trabajo, porque tras cada elección, si se los vota, demostrarán lo bien que lo harán en sus puestos y lo honestos que serán. El futuro es lo que no hicieron, en cambio el pasado es lo que ya se vio. Y sus pasados, en general, son imperfectos.
Sin el futuro no habría campañas, ni nada que prometer, ni sueños imposibles que cumplir, ni encuestadores ni estrategas. El electorado se guiaría sólo por el pasado y el presente. Sería difícil hacer política.
El futuro tiene mucho a favor y sólo un problema, aunque el problema es inquietante: en el futuro estaremos todos muertos.
El poder del futuro. Siempre fue así, pero desde que asumió un nuevo gobierno, sin partido, sin trayectoria, casi sin pasado, el futuro es todo. En términos políticos, hoy el futuro está asimilado al macrismo. Un ministro lo explica así: “No somos culpables de lo que pasó, no fuimos parte del pasado que dejó a la Argentina con el 30% de pobres. Tampoco somos culpables por este difícil presente, porque todavía es consecuencia de ese pasado. Pero sí somos responsable absolutos de lo que viene, que será fundacional. Serán los mejores veinte años de la historia argentina, como dice Mauricio”.
Un gobierno que instaló, con lógica, que no tiene que ver con el pasado, casi nada con el presente y todo con el futuro, posee una poderosa herramienta política. Como decía Carlos Fuentes, el pasado está escrito en la memoria, pero el futuro está presente en el deseo. El macrismo con una mano vende deseo, el bien más preciado de la posmodernidad. En la otra tiene un garrote, el garrote del pasado.
Es un arma que todos los gobiernos usaron. Lo hizo el kirchnerismo contra la Alianza y el fantasma de la dictadura. Lo usó el menemismo para enfrentar a los radicales y peronistas que no querían abrir la economía ni privatizar empresas. Lo usó Alfonsín contra las juntas militares, los militares contra el caos peronista y así sucesivamente. El pasado siempre aparece como pesadilla, es lo que cada nuevo gobierno viene a subsanar.
La cuestión es que, hasta ahora, los que lo usaron como arma política habían sido, en alguna medida, parte de él. Cuando golpeaban con ella recibían como respuesta sus propios antecedentes en ruinosos pasados.
Todos tienen pasado, pero los macristas puros habrían llegado de otro planeta. Difícil correrlos con sus antecedentes políticos: vienen de las empresas, la militancia social, de puestos menores o, en muchos casos, son jóvenes para cargar con tanto pasado.
Etapa superior de 2001. El macrismo representa la última etapa de la hecatombe de 2001. Primero, la andanada social contra un pasado de corrupción, crisis e ingobernabilidad, encontró su salida de emergencia en un patagónico de apellido raro como él, Kirchner. Al principio, el crecimiento económico, la gobernabilidad y una supuesta honestidad de gestión, no discutida ni por la mayoría de los medios ni por la sociedad, lo convirtieron en un presidente apropiado para el nuevo clima de época.
Pero ya con Néstor y en especial con Cristina, los K se asimilaron tanto al pasado que fueron subsumidos por él, hasta tomar como propio el relato de los 70. Entonces, el kirchnerismo no sólo comenzó a ser emparentado con el ayer, sino con cuarenta años más allá del ayer.
El macrismo es la etapa superior del “que se vayan todos”. Representa una corriente de opinión a la que ya no le alcanza que la gobiernen políticos sin pasado. Ahora exige que no sean políticos, o que no lo parezcan.
Los macristas son así, líquidos y desideologizados como esa parte de la sociedad a la que reflejan. No tratan de debatir junto a Walter Benjamin qué tan científico puede resultar el relato del pasado o cómo se recuerda lo que se cuenta. No es ése el punto, sino algo tan simple y efectivo como asociar el pasado al Mal y el futuro al Bien.
Desde el lugar del futuro, el macrismo se instaló como árbitro del presente para determinar quién es parte del pasado y quién no. Con ese garrote, impuso el “pasado vs. futuro” como eje de debate de estos comicios. Los demás lo saben, por eso simulan lo que no son para que no les cuelguen ese sambenito. El caso extremo es Cristina: asumió la estrategia de su adversario para parecer otra. Lástima para ella que el pasado esté tan fresco.
Garrotes internos. Pero el estigma del pasado no se limita a dañar al adversario externo, también marca diferencias entre los macristas puros y quienes vienen de la política tradicional. Las caras más visibles de esa dictomía interna del gobierno son Duran Barba y Emilio Monzó.
El presidente de Diputados encarna a los radicales y peronistas M que no aceptan supeditar las herramientas tradicionales de la política al marketing comunicacional. Ese pensamiento llevó a Monzó a ser raleado de esta campaña y a guardar silencio.
Lo rompió con Jorge Fontevecchia el domingo pasado en PERFIL y personalizó en Duran Barba la confrontación: “El habla de San Luis y de la nueva política, pero resulta que el que ganó es un peronista de la vieja política, igual que yo. Poggi viene de los Rodríguez Saá. ¿Saben por qué ganó? Porque fue muy buen gobernador, no ganó por su Facebbok. Carrió fue la estrella de esta elección. ¿Es la nueva o la vieja política?
Lilita es la vieja política en todo sentido.” Y acusó al principal estratega comunicacional de Macri de apuntar a “destruir la política”.
Algo de razón tiene Monzó, salvo que lo que Jaime quiere destruir es la política tradicional, con sus sellos y su mística. El considera que lo que hacen Macri, Vidal y Larreta también es política, sólo que “ellos reemplazan el instinto mágico de los viejos dirigentes por herramientas estadísticas y una metodología científica”.
Caso Maldonado. Hacia fuera y hacia dentro, el macrismo tiene esta arma poderosa que hasta ahora explotó muy bien. Su desafío es no caer, como el kirchnerismo, en las mismas garras de ese pasado amenazante.
En los últimos días, sus críticos intentan llevarlo allí asociándolo una vez más con la dictadura. Hasta ahora no lograron instalar como verosímil que el macrismo sea la herencia de un gobierno de facto, exponente de las ideas fuertes de la modernidad, ultracatólico, chauvinista y asesino sistemático de personas. Tampoco termina de cuajar la idea de que ambas políticas económicas son iguales.
Pero con el caso Maldonado, Macri se arriesga a tomar de su propia medicina: dejarse asociar con el peor de los pasados, la desaparición forzada de personas.
El Gobierno está tan cómodo en su rol de protagonista excluyente del futuro y tan seguro de que nada puede unirlo simbólicamente con la historia, que mostró desde el principio un preocupante ascetismo para abordar el problema. La certeza que desde el primer día transmitió la ministra de Seguridad sobre la no intervención de gendarmes en esa desaparición puede ser confundida con un intento de protección desde el Estado ante un eventual crimen. Claro que dar por hecho lo contrario sería irresponsable, además de jurídicamente imposible, pero para blindarse de pasado el Gobierno tiene que ser explícito en extremo para mostrar que no habrá protección para nadie, implementar masivas campañas de recompensas para obtener información y promover la aparición de testigos protegidos que aporten datos. Aparecer a la defensiva, si no hay nada que ocultar, genera sospechas.
Seguramente, como esta semana afirmó Marcos Peña en el Congreso, no haya nadie más interesado que el Gobierno en que Santiago Maldonado aparezca. Pero si el Gobierno no quiere que lo corran con su propio garrote, tiene que avisarles a todos los funcionarios que actúen en consecuencia.
Para lograr que así sea y para explicar qué pasó.