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El gato de Hemingway

A los escritores de moda se les concede la posibilidad de publicar libros minúsculos, privilegio que comparten con los poetas y los autores infantiles.

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A los escritores de moda se les concede la posibilidad de publicar libros minúsculos, privilegio que comparten con los poetas y los autores infantiles. Ediciones Alfabia publicó hace unos meses una miniatura de Enrique Vila-Matas que consta de una introducción y dos pequeños textos que en total no suman más de doce mil caracteres, lo que viene a ser algo así como el triple de esta columna. Ella era Hemingway y No soy Auster sirven respectivamente para denostar al primero de los escritores y celebrar al segundo.
Hemingway siempre fue un problema para Vila-Matas y hasta se podría decir que su obra se construye en torno a la refutación del americano, al que empieza disputándole París y termina negando como modelo literario. En Ella era Hemingway, el catalán condensa muchos años de rumiar contra su rival y lo somete al examen de sus alumnos. Vila-Matas les lee uno de sus cuentos, Gato bajo la lluvia, declara que no lo entiende y les pide a los estudiantes que se lo expliquen. Es una manera de decir que la idea de la literatura de Hemingway, por la que miles de escritores y periodistas siguen dispuestos a dar la vida, carece de sentido, de interés o de valor como referencia.
Vila-Matas menciona que García Márquez considera Gato bajo la lluvia como el mejor cuento que leyó en su vida. Hace poco, Lumen editó una recopilación de cuentos de Hemingway que viene con un prólogo de García Márquez donde no dice lo que dice Vila-Matas, pero sí que Gato bajo la lluvia es el cuento donde mejor se condensan las virtudes del autor. Hay que decir que ese prólogo es muy bueno, aunque García Márquez tiene el mal gusto de confirmar la vigencia de Hemingway a partir de la presencia de un libro suyo en el automóvil de Fidel Castro. Pero corramos un velo de piedad sobre ese detalle sobón y digamos que es muy clara y muy feliz la comparación que hace García Márquez entre Faulkner y Hemingway, a quien atribuye “menos inspiración, menos pasión y menos locura” que a su colega que “no parecía tener un sistema orgánico para escribir, sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería”. No sé si la comparación es exacta pero es grata de leer, como es grato también releer Gato bajo la lluvia, al que –como termina confesando Vila-Matas– no hay por qué encontrarle algo tan molesto como un sentido.
Alguien se preguntará cómo es posible negarle valor a Hemingway para otorgárselo a Paul Auster. Creo que Vila-Matas vacila un poco antes de hacerlo: “A mí Auster me parece un escritor que despierta generalmente toda mi simpatía literaria y que en cualquier caso siempre me parece sencillamente encantador. De la misma forma que le perdono todo, le agradezco los aciertos. Tiene la gracia como aliada, pertenece a esa clase de autores (como Stevenson, por ejemplo) de los que Fernando Savater dice que tienen encanto”. La mención de Savater como autoridad puede resultar un poco indigesta y también es cierto que merecen penas de prisión efectiva quienes invocan el nombre de Stevenson en vano, pero creo que cuando Vila-Matas habla del encanto se refiere a una cualidad cierta: Auster es uno de esos autores que se leen con la expectativa de felicidad con la que uno abordaba en la infancia cada nuevo Salgari. Pero así como pasa la infancia, también pasa la magia de Auster y cuando la carroza se convierte en calabaza quedan de él poco más que sus mañas.
Eso mismo ocurre con Hemingway, del que en algún momento advertimos que no somos ya sus contemporáneos. A lo largo de las décadas vamos descubriendo paulatinamente que dejamos de ser contemporáneos de Auster y hasta de Vila-Matas. No se trata, sin embargo, de proclamar la inmortalidad de nadie y oponerla a la de quienes tuvieron un cuarto de hora en nuestra estima sino de aceptar que leer es un verbo que se conjuga en tiempo presente.