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El golpe alto

En una reunión conocí a dos hermanos que tocaban en la misma banda de rock, cosa que ya es bastante común.

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En una reunión conocí a dos hermanos que tocaban en la misma banda de rock, cosa que ya es bastante común. Pasó el tiempo y uno de los hermanos tuvo un accidente y quedó casi en estado vegetativo. Una tarde, leyendo el diario, leí que el otro hermano, el que quedó al frente de la banda, le decía a un periodista: “El accidente de mi hermano fue lo más roquero que me pasó”. Me di cuenta de que estaba “evangelizando el dolor”, es decir, estaba tratando de doblegarlo pero sin aceptarlo, sin darle el verdadero sentido. Al dolor hay que caminarlo. La vida no da explicaciones, la vida es, y así hay que tomarla. No hay nada roquero en ese accidente. El rock, como yo me lo imagino, me da alegría, vitalidad.

Mi vecino Totoro es una obra maestra de Hayao Miyazaki. La vi infinidad de veces con mi hija, porque es un dibujo animado. Cuenta la historia de un padre que se muda junto a sus dos hijas de cuatro y siete años a una propiedad rural para estar cerca de la madre de las niñas, que está internada en el hospital por una tuberculosis. La madre de Miyazaki, en su momento, estuvo nueve años internada en un hospital por padecer una tuberculosis espinal. Una mudanza siempre implica un grado de estrés. Pero este núcleo familiar parece hacerla jugando. La casa donde se mudan es vieja y está llena de fantasmas. Pero ellos viven todo con gran alegría y la película transmite eso. Imaginen cómo sería esta misma película bajo el prisma occidental del golpe bajo: la madre internada, el padre con dos críos. Pero las niñas se liberan en el bosque y salen al encuentro de Totoro y el Gatobús, dos de los duendes que lo habitan. Todo con la más absoluta normalidad. Hay una escena hermosa donde el padre y las hijas exploran el bosque y se enfrentan a un árbol inmenso. El padre les enseña a las hijas a hacerle una reverencia a ese anciano milenario.

J.G Ballard, el novelista de Exhibición de atrocidades y Crash, se fue de vacaciones con su esposa y sus tres hijos chicos. Volvió de las vacaciones viudo, por un accidente. Demolido por la pérdida insensata. Los hijos, contó, le curaron el dolor, lo educaron. Una vez estaba con los tres en otras vacaciones, en su coche. Del auto de al lado, un hombre, le dijo: ¿No me diga que está usted solo con esos tres? Y Ballard, como el papá que imaginó Miyazaki, le contestó: “Con estos tres nunca se está solo”.

¿Por qué no podemos oxigenar nuestra vida con humor y alegría? ¿Por qué los acontecimientos de pérdida, dramáticos, se vuelven estigmas? ¿Por qué no podemos andar, simplemente, con un cepillo de dientes como única pertenencia si todo es volátil, impermanente? Ahora mi única casa son mis hijos y algún día se van a ir. Y habrá que celebrarlo.