—¡No, no y no! –grita Matías, mi personal trainer–. Sos un desastre, no podés correr ni 200 metros. Debería hacer como María Eugenia Vidal y cobrarte mil pesos más por cada kilómetro que no corrés.
—¡Eh, pará, no seas gruñón! –digo casi sin aliento, tratando de moverme como puedo–. Más que Heidi, parecés el abuelito.
Como puedo, entro, al trote, a mi oficina. Bueno, al trote… caminando. Bueno, caminando… digamos que arrastrándome con cierto orgullo… Bueno, orgullo… Como Gabriela Michetti diciendo que si ella ganara 9 mil pesos por mes no haría paro. Matías entra conmigo a la oficina.
—Tenés que salir a correr más seguido, ¡mirá cómo estás! –me reta–. Sos un Baradel sin melena y sin poder de hacer paro.
—Pobre Baradel –digo.
—¿Por qué “pobre”? –pregunta Matías.
—Lo están criticando de todos lados y encima ahora recibió un apoyo.
—Bueno, si recibió un apoyo debe ser bueno, ¿no? –se entusiasma Matías.
—¿Vos estás loco? ¡La que la apoyó es Milagro Sala! ¿Qué sigue después de esto? ¿Qué venga el Indio Solari y le diga “tranquilo, Roberto, vos hacé el paro y llamá a una movilización, que yo me ocupo de la organización? ¿O que venga el Pipita Higuain y le diga “el paro va a ser un golazo”?
—¿O sea que a Baradel no le hace falta ese apoyo?
—¡Nooooo! –respondo–. ¿Sabés lo que le hace falta a Baradel?
—¿Un shock de keratina? –pregunta Matías.
—¿Un qué? –pregunto.
Como pasa muchas veces, no entiendo lo que me dice Matías. Entramos a mi oficina y está Herminia, la señora que limpia, pasando la aspiradora.
—Yo creo que un baño de crema –dice Herminia como si estuviera hace rato charlando con nosotros.
—¿Cómo? –pregunto, sin entender de qué está hablando ni con quién.
—Debería hacerse en el pelo lo mismo que la gobernadora –continúa Herminia.
—Lo que pasa es que no sé si le alcanza el sueldo docente para eso –dice Nahuel, mi asesor en redes sociales, que entra a mi oficina mientras manda un tuit, sin sacar la vista de su iPhone.
—Lástima que no tenés pelo, porque con lo que se aumentaron la dieta los diputados, vos sí podrías hacerte lo que quieras en la peluquería –dice Moira, mi secretaria, que también entra en mi oficina y supongo que viene a reclamar un aumento.
—¡A mí no me aumentaron nada! –me quejo–. ¡Y mi mujer dona más de la mitad del sueldo a causas sociales!
—No sé si te conviene estar con una diputada tan austera –dice Lucas, mi asesor creativo, que también entra a mi despacho–. Te convendría más alguien con otro perfil, más onda Jesica Cirio o Isabel Macedo.
—¡Jesica Cirio está embarazada! –dice Bruno, mi director audiovisual, que hace tiempo me viene insistiendo con que tengo que hacer un spot donde aparezca Jorge Todesca puteándome.
—¡Isabel Macedo tiene un perro nuevo! –agrega Herminia, que ahora está subida a una escalera, pasando un plumero por el techo, sacando unas telas de araña.
—A mí me parece mejor un perro que un bebé –dice Marcos, mi coach–. Si te parece, acá te traje un perro para tu próxima aparición pública.
Marcos me pasa al perrito, un cachorro juguetón, ideal para un post de Facebook.
—¡Qué lindo! –dice Leticia, mi gerenta comercial, que también entra a mi oficina–. Esperá que se lo muestro a mis amigas. Pasen, chicas…
Y hace entrar a tres amigas a la oficina. Ya somos muchas personas las que estamos adentro, el espacio es bastante chico para tanta gente. Me siento un poco intimidado.
—¿Dónde está Carla? –pregunto.
Nadie me contesta. Todo el mundo está en otra, hablan entre ellos, nadie me presta demasiada atención. Oigo por todas partes gente que habla, montones de conversaciones en toda la oficina.
—Lo del perrito está bien, pero creo que un hijo sigue siendo un recurso mucho más marketinero –dice Moira, mi secretaria–. En eso creo que Insaurralde la tiene más clara que Urtubey.
—Para mí el Gobierno está manejando mal lo del aumento de tarifas, está manejando mal la inflación y está manejando mal lo del Indec –dice Nahuel, mi asesor en redes sociales, en otra punta del salón.
—Están manejando todo muy mal –agrega Marcos, mi coach –. Es como si Chano fuera presidente.
—Eso de pagarles mil pesos más a los docentes que no hacen huelga no me parece mal –opina Herminia, la señora que limpia, desde arriba de la escalera, mientras habla con Lucas, mi asesor creativo.
—Puede ser, pero deberían hacerlo extensivo a otras áreas –agrega Lucas–. No estaría mal que el Gobierno lance una campaña de recaudación: cobrarle mil pesos a cada persona que opinó en diarios, revistas, radio, televisión, blogs o redes sociales sobre el Indio Solari y lo que pasó en Olavarría.
Después de decir eso, Herminia y Lucas se me quedan mirando. Yo bajo la cabeza y pienso: “Esto es un delirio”.
—Seguro que mucha gente va a pensar que es un delirio –dice Herminia, como si me leyera la mente.
—¡Obvio! –agrega Lucas–. Van a pensar que es un delirio porque si se implementa, algunos se quedarían en la calle con todo lo que tendrían que pagar.
—¡Qué manera de opinar pavadas, por favor! –remata Herminia, que me mira con una mirada feroz.
En la otra punta, otro diálogo.
—Al final, Felipe González dijo que no dijo lo que decían que dijo –dice Moira, mi secretaria.
—¿Y qué decían que dijo? –pregunta Matías, mi personal trainer.
—Decían que le preguntó a Macri: ¿Por qué no va presa Cristina?
—¿Y vos decís que no le preguntó eso?
—Para mí sí –responde Moira–. Pero al Gobierno le conviene decir que no dijo eso porque si no, tendría que contar cómo fue el diálogo completo.
—¿Y cómo fue?
—Felipe González preguntó por qué no iba presa Cristina, y Macri le respondió: “Porque si va presa corremos el riesgo de irnos en helicóptero”.
Sigo medio perdido entre la gente y los diálogos de mi oficina cuando entra Carla, conecta unos parlantes, pone a todo volumen Ji ji ji de Los Redondos, mientras grita:
—¡¡¡Pogooooooo!!!
Toda la gente que está en mi oficina se pone a saltar desaforada.
—¡¿Qué hacés?! –increpo a Carla–. ¿Estás loca?
—Tranquilo, la gente necesita un poco de desahogo.
—Pero, ¿no te parece que es una locura? ¡Puede haber una avalancha!
—Sí, claro, “avalancha” –dice Carla–. Acá la avalancha más jodida es la de los que salen a opinar cualquier cosa.
—¿Vos decís? –pregunto, mientras trato de hacer pogo con el perrito en la mano, porque tengo miedo de que si me quedo quieto nos aplasten, a mí y al perrito.
—¡Por supuesto! –concluye Carla, que salta para todos lados, desaforada–. Somos un país de 40 millones de panelistas. Y ya lo dijo el General Perón: para un panelista no hay nada mejor que otro panelista.