Hay quien dice que Australia representa todo lo que la Argentina no se animó a ser… y todavía puede. Otros, con ese cipayismo carpero que nos caracteriza, aseguran que Australia es Australia y Argentina es Argentina porque a ellos le tocaron los ingleses y a nosotros los españoles; que otra habría sido la historia si las invasiones inglesas hubieran sido exitosas.
No serán estas las líneas que le ayuden a saber mucho más de Australia. No en tanto yo sólo sea un periodista/turista que tanto en Melbourne, en Sydney o en Brisbane tuvo experiencias personales y laborales dignas de la visita al mejor país del mundo. Así como en Inglaterra sentí que si me mandaba una macana no me salvaba ni la memoria de Lennon, o así como en Estados Unidos sentí que era culpable hasta que pudiera demostrar lo contrario, en Australia sentí que esto de vivir en el trasero del mundo –todos sabemos que en el ombligo vivimos nosotros– lo convirtió en un un pueblo dispuesto a solucionarte tus problemas y tus equivocaciones.
Así que, ya saben, si ustedes creen que Australia es poco más que canguros, Cocodrilo Dundee y el pelado de Midnight Oil, pasen a otra página. Aquí, somos todos australiófilos.
Entre tantas cosas admirables, sobresale la genética deportista del australiano. Potenciado por una capacidad organizativa y presupuestaria de primer mundo –más un Estado sano, que no estatiza deudas privadas–, tiene una relación entre la eficacia y la distancia del Primer Mundo similar a la nuestra.
Como sea, fue el tenis la bandera de cuya mano Australia se ubicó en el planeta del deporte. Fueron los mejores por varios cuerpos durante buena parte de los 50 y hasta entrados los 70. Y cuando perdieron hegemonía, se refundaron inventando una nueva fecha –de la ultima semana del año a la segunda quincena de enero–, una nueva superficie –rebound ace, parecida al cemento pero con más sensible a los efectos–, y hasta el primer estadio de tenis con techo rebatible.
Desde 1988, el Abierto de Australia es considerado el Grand Slam amigable. Para los jugadores, que tienen todas las comodidades que puedan imaginar, que disponen de un hotel oficial a un par de cuadras del estadio; para los espectadores, a quienes se atiende como si fueran únicos; y para los periodistas, que en tanto tengamos algún antecedente en el circuito, podríamos tener una credencial con asiento en el estadio principal aun sin habernos acreditado previamente.
Ese es el ambiente en el que la Legión buscará las primeras buenas noticias del año. Por cómo pintan los cuadros, esas buenas noticias podrían venir de algún triunfo resonante ya que para más de uno el sorteo fue de pesadilla. Para esa carta brava llamada David Nalbandian –necesita repetir semifinales para no salirse del lote de los 10 mejores– el futuro en Flinders Park no depende ni del sorteo ni de los rivales. Todo está, una vez más, en las exclusivas y talentosas manos de su tenis. Hasta hoy, prendemos velas para que el problema que lo hizo abandonar la exhibición de esta semana en el Kooyong haya sido sólo un asunto preventivo. Si esa tendinitis que lo aqueja compromete su presencia, habrá que preguntarse qué sentido tuvo jugar tantas exhibiciones en diciembre en vez de reposar preparando el 2007.
Como usted bien sabe, con David nada es predecible. Sólo sabremos de qué se trata cuando debute entre la noche del lunes y la madrugada del martes. La cancha, el perfil de los primeros rivales, un cuadro que sólo lo cruza con Federer en una final ofrece un panorama saludable. Sólo dependemos de que su cuerpo acompañe su tenis y a que no le moleste demasiado esa mosca que, pareciera, te recibe cuando llegás a Melbourne y sólo deja de darte vuelta por la cara cuando te subís al avión de regreso a casa.