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El hombre de las diez cabezas

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| Cedoc

Leonardo Da Vinci corrigió las proporciones del hombre de Vitruvio pero tres siglos antes el dulce Cimabue (que no contaba con este consecuente) las respetó. En su Crucifijo de Arezzo, Cristo está pintado según el módulo de diez “cabezas”, en vez de las nueve que terminó fijando el nuevo canon. Tal vez la restante correspondiera a la inclinación de los satanistas, que asignan al hombre un décimo de inspiración demoníaca. Pero más correcto sería pensar que esa diferencia supone el porcentaje divino y divinamente rebajado que cargaría el Hijo de Dios, el resto de cuyas partes estaría en sus justas proporciones y puesto donde corresponde, incluso el petzele circuncidado. Al respecto, nos sigue desconcertando que las representaciones visibles de la Deidad Oculta, cuando las religiones monoteístas la conceden, no acepten siquiera una sospecha de discordancia entre la Forma Suprema y lo humano. “Dios sería menos asequible a nuestro entendimiento, y más respetable, si no se pareciera tanto a nosotros y permitiera que yo lo imagine como se me da la gana”, opinó un pintor cubista. Y luego agregó: “¿Y quién podría asegurar que lo que yo imagino no es la representación más fidedigna posible de su verdadera figura, comunicada a mi intuición estética por el Espíritu Santo, que sopla donde se le canta el ánimo?”.

Semejante afirmación nos impulsa a formular una pregunta: “¿Dios se oculta a nuestra mirada porque, a cambio del éxtasis prometido, su aparición indudable o su representación cierta nos sobrecogería de espanto?”.

¿Cómo saberlo?

Volviendo a Cimabue. Dante Alighieri lo toma como ejemplo de lo transitorio de la fama terrenal. Escribe cruelmente: “Creyó Cimabue ser vencedor en el campo de la pintura, pero ahora la fama la tiene Giotto, de forma que la de aquél es oscura”. Y cruelmente también lo ubica en el Purgatorio. Por su parte, un comentarista anónimo dice que el artista era tan arrogante y desdeñoso  que si alguien señalaba alguna falta en su obra la abandonaba de inmediato, porque tenía en altísima estima el resultado. Vanidades y prestigios al margen –nadie nos recuerda de verdad cuando estamos muertos, salvo nuestros familiares y nuestros amigos cercanos, y eso para evocar risueñamente nuestras debilidades y nuestras agachadas–, lo que de él queda es menos su relación con Nicolás Pisano y la estética toscana que el resultado producido en su obra por el azar y el tiempo. No en su primera Crucifixión conocida, sino en la última, la de los frescos de la Basílica Superior de San Francisco, los claros pintados con albayalde se han ennegrecido y buena parte del resto se ha esfumado o desvanecido, de modo que las figuras emergen entre la bruma de su emborronamiento como fantasmas de otro mundo, sobre todo Cristo, que pudo ver tanta luz entre tanta tiniebla.