En una entrevista a César Aira, Alan Pauls le pregunta por su relación con las teorías en boga en la década del setenta. Aira responde: “Hoy día no puedo creer, mejor dicho, no puedo entender, cómo pude leer tantas decenas de miles de páginas de Lacan, Deleuze, Foucault, Barthes, Derrida, Lyotard, Tel Quel (la compraba religiosamente, el adverbio corresponde), Sollers, Kristeva. Qué pérdida de tiempo.” Es justamente Pauls el prologuista de Roland Barthes por Roland Barthes y también el traductor de El léxico del autor, que Eterna Cadencia acaba de publicar en castellano. Como desperdicié los años setenta en cosas aun peores que la French Theory, estos libros fueron para mí una novedad y pasé una semana placentera en su compañía.
Barthes por Barthes ya es un libro raro, una mezcla original de autobiografía que reniega de la obra como concepto, se cuida de la infatuación y hasta de la primera persona, pero también una mirada de Barthes sobre sus libros, sus métodos y, especialmente, sobre sus encrucijadas y contradicciones, en un estilo que alterna la modestia con la a-rrogancia en un mismo movimiento de la escritura. En 1973, mientras Barthes aceptaba el compromiso de escribir el Barthes y empezaba a redactarlo, lo discutía con sus alumnos del seminario que entonces dictaba en la Ecole pratique des hautes études. El léxico del autor está construido de modo póstumo a partir de los archivos de Barthes y es una gran hazaña, cuya principal heroína es la editora Anne Hersberg Pierrot, quien mediante su exhaustivo sistema de notas no solo logró hacer inteligibles las reuniones del seminario, sino transformar el libro (que incluye pasajes inéditos del Barthes por Barthes) en una indirecta, pero eficaz introducción al pensamiento del autor al revelar la cocina de lo que acabaría siendo un libro más cuidado, pero también más opaco. Hay que decir que la versión argentina, empezando por la traducción de Pauls y siguiendo por el diseño y hasta por la composición tipográfica (una tarea habitualmente ignorada del oficio editorial) está absolutamente a la altura del original.
Tal vez lo más interesante para el lector no entrenado en esas cuestiones de la semiología, sea el continuo tironeo que sufre Barthes entre aceptar que su trabajo esté tutelado por el estructuralismo y los venerados maestros de la época (Marx, Freud, Sartre, Brecht, Levi-Strauss, Lacan) y la tentación de sacar los pies del plato para cuestionar la rigidez, el dogmatismo y la esterilidad derivados de esos saberes (y del suyo propio) devenidos enseñanza universitaria obligatoria. Barthes, movido por el deseo utópico de transformar la comunidad con sus alumnos, en un ámbito capaz de convertir la oposición en diferencia, oscila y vacila hasta culminar en las páginas que recrean la última reunión del seminario, cuando da cuenta de su reciente viaje a China (donde no ve más que lo que el régimen quiere mostrarle) acompañando a sus amigos lacano-maoístas de Tel Quel. Barthes se niega a sacar conclusiones y para evitar la adhesión explícita del militante se detiene en una benevolente aceptación. Creo que, a partir de su caprichosa búsqueda de la libertad, Barthes podría haber sido un gran pensador de lo que se llama “la derecha”. En cambio, terminó siendo una singularidad de la izquierda.