Si uno busca en Google la combinación “crisis+argentina”, encontrará 615.000 citas. Si se pregunta a cualquier argentino cual es su recuerdo más traumático, sin duda la respuesta mayoritaria se referirá a la inestabilidad y al impacto que ha tenido sobre la construcción del proyecto de vida de las personas.
Desde el año 1890, con diversas razones y causas, nuestro país viene generando crisis cada vez más aceleradas y complejas en las que política y economía se retroalimentan, pero sobre todo en las que la memoria y las fantasías de grandeza funcionan no sólo como un amplificador de señales negativas, sino también como instigadoras de nuevos problemas. Prácticamente todas las crisis argentinas, desde la de 1894 –que hizo temblar al mundo– hasta la de 2001, han estado asociadas al endeudamiento excesivo, fuese porque la economía funcionaba bien (y entonces se tomaba deuda para consumir en exceso), o porque funcionaba mal (y entonces para sobrevivir). Las eternas refinanciaciones de esa deuda actuaron entonces como generadoras de nuevos problemas y pusieron un piso a la tasa de interés que podía lograr el país Y desde la aparición de la inflación asociada a las crisis externas, el desarrollo generalizado de tecnologías de supervivencia anticipó y potenció las crisis.
Las crisis han impedido la consolidación de una clase empresaria nacional como la que tienen nuestros países vecinos, pues la necesidad de realizar rápidamente ganancias antes del próximo episodio funciona como un comportamiento racional que impide cualquier atisbo de largo plazo en las decisiones. La quiebra o la venta a quienes –extranjeros– tienen más espaldas para soportar chubascos y tormentas se viene acumulando desde hace décadas, y los números están a la vista. Por la misma razón tampoco es sorprendente que la inversión privada en tecnología sea tan limitada, o que la inversión privada en infraestructura necesite de incentivos extraordinarios del Estado para tener rentabilidad.
Pero el peor efecto ha sido sin duda el impacto sobre los pobres, para quienes el período de recuperación después de cada episodio es mucho más largo que para los demás sectores sociales. Porque pierden rápidamente sus escasos activos económicos y humanos (en especial cuando los hijos se ven obligados a abandonar la escuela tempranamente), necesitan que por cada punto de caída del PBI , haya un crecimiento posterior de otros tres para que vuelvan a estar como antes de la crisis. Si seguimos la trayectoria de los 4 millones de pobres crónicos que hay en la Argentina, y que no consiguen salir a pesar del crecimiento récord , veremos que la acumulación sobre ellos de hiperinflación, ajuste, tequila, corralito y devaluación, son una suma de golpes que los ha convertido ya en excluidos, sin posibilidades de volver a entrar a cualquier proceso de crecimiento, por importante que sea.
Finalmente, la inestabilidad perenne ha generado diversas patologías sociopolíticas, como la compulsión a la perpetua refundación, que se expresa en la eterna “primera vez” y en la imposibilidad de aceptar lo positivo de cualquier cosa que se haya hecho antes. Y por ello mismo, nuestra historia esta llena de atajos mágicos para llegar rápidamente a situaciones utópicas, como “el primer mundo”, “la reconstrucción”, etc, que ayudan a olvidar la frustración del pasado (“los 80”; “los 90”,etc.); y que funcionan, hasta que la próxima crisis exija una nueva pasada en limpio de la historia.
Por éstas y muchas otras razones, como la destrucción de las instituciones jurídicas, resolver y revertir la inestabilidad crónica es el primer objetivo de la política argentina. A las razones de contenido ético que hemos mencionado, se suma una mucho más directamente relacionada con el ejercicio del poder: la exponencial intolerancia social a la inestabilidad. No sólo porque –como mencionábamos– cada vez las personas y empresas se anticipan más temprano a cualquier luz amarilla y por tanto aceleran los problemas; sino también porque la gran prueba de legitimidad de cualquier gobernante argentino es su capacidad para evitar las crisis. Una sociedad entrenada como la nuestra no compra las excusas sobre conspiraciones externas o internas, ni las apelaciones al patriotismo.
Más aún, me atrevo a afirmar que premia más la previsibilidad que los récords económicos.
Avellaneda pasó a la historia con su frase sobre pagar la deuda externa aún sobre el hambre y la sed de los argentinos. Lo que en su momento fue una opción tolerable para una sociedad simple, es hoy simplemente inaceptable. La regla del buen gobierno (y del gran premio que es el apoyo político), es no llegar nunca a que esa opción aparezca siquiera remotamente.
* Economista, ex ministro de Desarrollo Social.