No pasó ni una semana del final de los Juegos y todo parece muy distante. Durante los Juegos mismos, cuando comenzaba el reinado de Usain Bolt, ya parecía que la proeza de Michael Phelps había sido en otro siglo. Siempre es así con los Juegos Olímpicos. Lo de ayer parece tremendamente lejano. Hasta que pasa un poco más de tiempo y entonces, curiosamente, todo parece más fresco. Así, las imágenes históricas de Mark Spitz y sus siete doradas de 1972 se mezclan con los 200 m y 400 m ganados por Michael Johnson en 1996 o con la talentosa perfección de Nadia Comaneci de 1976, y todas se acumulan como si hubiesen sucedido el mismo día y a la misma hora.
Casi como si se tratase de un 2 de enero, cuando el estómago pide algo sano después de tanto desarreglo gastronómico, mi mente me pide, por favor, un recreo respecto de Beijing 2008. Las memorias reaparecerán imborrables, pero sólo después de haber hecho una buena digestión. Hoy, aunque parezca imposible, estoy empachado de tanto Juego Olímpico. Por eso son sólo 16 días cada cuatro años.
Dentro de ese contexto, la vuelta al pago se hace difícil. No tanto el viaje de regreso, ya que los chinos del aeropuerto –los del check-in, los de migraciones y hasta las chicas del free shop– andaban con un humor de perros, como para que entendamos que, también para ellos, era imprescindible que terminara la fiesta. La sensación fue la que uno tiene cuando el anfitrión, después de ser muy amable y de atendernos con muy buena comida y mejor vino, siente que es hora de irse a la cama: “Vos a la tuya y yo a la mía”. Lo que realmente cuesta es ponerse a la altura de la realidad; es decir, entender que uno pertenece en serio a “este” mundo y no a “aquél”. No me refiero a las diferencias entre China y la Argentina –por ejemplo, no imagino ejercer esta profesión en un país en el cual la disidencia es realmente un imposible–, sino a “aquel” mundo de los Juegos Olímpicos y “este” que gira casi exclusivamente alrededor del fútbol, y no necesariamente al más destacado.
Francamente, no me animo a sacar conclusiones respecto de quién o quiénes son o somos los responsables de que la opinión pública crea que realmente es más importante la transferencia al fútbol chipriota del lateral derecho suplente de la Quinta de Boca que el futuro deportivo de Paula Pareto. Como la intención de esta columna no es la de atizar una polémica que ni siquiera está planteada, aclaro urgentemente que no discutiría ni un minuto cuánto más importante es el fútbol en general que cualquier deporte en la Argentina. Es más, ni siquiera estoy seguro de saber cuántos más temas fuera del deporte interesan más a la mayoría de los argentinos que el fútbol. Es más, sólo esporádicamente, un acontecimiento deportivo me retiene sentado en mi sillón antes que un buen partido de fútbol. Por buen partido entiéndase un partido más o menos importante de nuestra Primera División, seleccionado, etc.
No estoy tan seguro de que un partido de cualquier categoría importe más que lo que realmente debería importar. Deportivamente hablando. Muchos menos justifico el espacio que se dedica a la periferia de las pelotas en comparación con ese deporte al cual endiosamos o, mayormente, condenamos cada cuatro años cuando el medallero olímpico nos deja tan lejos de Kenya o bien debajo de Etiopía. En realidad, no estoy tan seguro de que a usted le importe tanto más este escenario. Creo que hace rato que los medios vienen marcándole al público una agenda mentirosa. En la tele, en la radio, en los diarios o en las revistas, muy pocos se animan a buscarle la vuelta al asunto. Cuando se trata de deportes, mucho menos. Si elogio que existan Juan Sasturain o Diego Capusotto en televisión abierta, no estoy queriendo decir que, con sólo proponérselo, la tele convenza a la gente de que un partido de la Liga Nacional de Vóley importe más que la Copa Libertadores. Lo que quiero decir es que así como hay libros y genialidad como alternativa del caño o del muro, podría haber algún hueco para los cuarenta deportes mediáticamente ignorados o maltratados a cambio de tantas horas y centímetros dedicados a las pelotudeces del mundo de la pelota. Fenómeno del cual soy partícipe, por cierto (antes de que me claven las uñas, asumo mi parte de culpa y/o complicidad).
Por ahí pasa el impacto más fuerte del regreso a casa. El más negativo, quiero decir. Aquel para cuya readaptación hay que ser muy cuidadoso porque, entre otras cosas, se corre el riesgo de caer en el esnobismo de creer que el mundo es el que viví en Beijing –en los Juegos, entiéndase– y no el de la corrupción, el piquete, los crímenes narcos (y el asado, el fútbol del domingo, los amigos, la familia…).
Pero si la agenda pasa por cómo reaccionarán los jugadores de San Lorenzo con Radamel Falcao, por cómo reaccionará la gente del Rojo si el equipo de Borghi no gana esta tarde, por cómo reaccionará la barra brava de Boca cuando le exijan devolver el diente que perdió Migliore o por cómo reaccionará Martín Demichelis si Evangelina Anderson pega otra tapa de Playboy, pido, por favor, que vuelvan los madrugones olímpicos. Y creo que, en el fondo, muchos de ustedes, también.