Cuando yo era chico, solía practicar un juego (jamás se me hubiera ocurrido llamarlo deporte) que consistía en meterme al mar, tirarme con las olas y dejar que me llevaran hasta la costa con la mayor fuerza posible. Lo llamábamos “barrenar” y era remotamente parecido a lo que se conoce como surf. Aunque ahora abundan, no recuerdo haber visto una tabla de surf en San Clemente por entonces. Años más tarde, viajando por México, nos alojamos por casualidad en un hotel solitario de la costa del Pacífico. Era el atardecer, no había nadie en la playa y la temperatura era perfecta para un baño. Se me ocurrió que las olas, que parecían más fuertes de las que conocía en mi rincón del Atlántico sur, deberían ser perfectas para barrenar. Navegué con éxito dos o tres y se me ocurrió elegir una más grande. Fue un error grave: cuando iba en el medio de la ola bajo el agua, me di cuenta de que estaba en medio de un torbellino que me apretaba el esternón y las costillas y del que era imposible salir hasta que la ola llegara a su destino, indiferente a que yo me hubiera ahogado o tuviera varios huesos rotos. Nada ocurrió, pero cuando salía, apabullado por la experiencia, vi un cartel que decía: “Prohibido el bodysurf”. El cartel me enseñó dos cosas: cómo se decía barrenar en inglés y que podía ser muy peligroso fuera del mar de juguete al que estaba acostumbrado.
La experiencia de una inminente muerte bajo las olas me preparó para leer Años salvajes, un libro de William Finnegan que acaba de llegar a la Argentina y que cuyo título original es Barbarian days: A surfing life. Finnegan nació en Nueva York en 1952, aprendió a surfear de chico en California y en Hawaii. Con el tiempo, se convirtió por un lado en escritor y colaborador asiduo del New Yorker y, por el otro, en un devoto del surf. Lo practicó en todo el mundo, desde la época heroica en la que quedaban muchos santuarios por descubrir, a la actualidad, cuando es un deporte profesional que mueve masas de dinero. Años salvajes es una autobiografía, una crónica de la transformación de los Estados Unidos en un país con movilidad social negativa y la descripción precisa de “un jardín secreto en el que no resulta fácil entrar”, esa comunidad surfer que busca satisfacer un placer narcisista pero solitario y tiene (o tenía) estrictos códigos de conducta. Más que un deporte, dice Finnegan, el surf es una vía esotérica en la que conviven la obsesión por buscar olas mejores, más grandes y más alejadas de la muchedumbre dominguera (para la que son necesarias preparación, experiencia, inspiración y tolerancia a la frustración) con la presencia constante de ese terror del que fui testigo en una dosis homeopática pero que vertebra el relato.
Me cuentan que el editor de los Libros del Asteroide lanzó Años salvajes con un número inusual (acaso exagerado) de ejemplares para la Argentina. No sé si hay un muchos lectores entre los aficionados locales al surf y, por otra parte, la descripción de las mejores olas y el descubrimiento de puntos fantásticos para surfear en San Francisco, Madeira o las Fiyi no parece dirigida a los que nunca surfearon. Pero el libro es tan bueno como The Endless Summer (1966), el gran documental de culto sobre surf para evocar la gloriosa y temible sensación de sumergirse en el mar.