COLUMNISTAS
Asuntos internos

El Libro Guinness no debe morir

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Si cualquier persona hoy quiere conocer un dato absurdo, por ejemplo, cuál es el intercambio epistolar más breve de la historia, le basta consultar internet para obtener la respuesta. Pero hubo un tiempo en que para ello tenía que consultar el Libro Guinness de los Récords, el sitio, el cofre donde iban a terminar todos los intentos, a veces inadvertidos, de superación personal. El libro como tal nació en 1951 y fue una idea de Hugh Braver, el dueño de la cervecería Guinness. Durante una partida de caza, Beaver comenzó a discutir con uno de sus compañeros acerca de cuál era el pájaro más veloz. Como no logró encontrar la respuesta en ninguna enciclopedia y dado que uno tiende a pensar que las discusiones en las que uno se enfrasca tienen que ser similares a aquellas en las que se enfrasca el resto del mundo, decidió reunir todos los récords en un libro. Pero como era un empresario y no tenía tiempo para dedicarse a menesteres semejantes, encargó la labor a dos hermanos, Ross y Norris McWhirter. Ross y Norris eran gemelos y un poco anticuados: solían usar el mismo traje, pero diferentes corbatas. También eran moralistas: el Libro Guinness, hasta 1975, año de la muerte de Ross (fue asesinado por el IRA), el libro carecía de los récords provenientes del mundo del rock (los hermanos McWhirter lo odiaban) y del sexo (que no sé si lo odiaban, a lo mejor eran demasiado pudorosos para tenerlo en cuenta, o tal vez pretendían que el libro fuese de lectura lo más amplia posible). 

En los años 80 y 90, Norris cambió de perspectiva y empezó a dar relevancia a los récords más extravagantes, aquellos a lo que Ross no hubiese permitido darle cabida. Tan bien hizo las cosas Norris, que dio lugar a algo inusual en el mundo editorial, esto es, un libro que no solo daba cuenta de los récords, sino que los propiciaba. Es decir, récords como el de la mayor cantidad de tenedores de plástico enfilados en una barba o el de la mayor cantidad de tapas de inodoro rotas con la cabeza en un minuto no habrían existido sin la aspiración de los concursantes de aparecer en el Libro Guinness.

La pregunta es: ¿tiene sentido la existencia de un libro de esas características hoy, cuando cualquier consulta puede hacerse mirando internet o preguntándole al ChatGPT? La respuesta es que sí, y más que nunca, porque los datos de los que da cuenta la web y los medios de comunicación (de los que se nutre, entre otros, el ChatGPT), no son tan celosamente corroborados y certificados como lo hace el Libro Guinness. El Guinness es una autoridad vigilante, un auditor de los delirios, un verificador de lo extraño, celoso e implacable. No solo controla y emite los respectivos certificados firmados, sino que además filma y mide. Y quien crea que todo esto es una reverenda estupidez permítame recordarle que si hoy conocemos la cantidad exacta de trenes otomanos que Lawrence de Arabia hizo volar con dinamita entre 1915 y 1916 (exactamente 79) o cuál fue el intercambio epistolar más breve de la historia (cuando Víctor Hugo estaba de vacaciones, en 1862, ansioso por conocer la suerte de su novela Los miserables, que acaba de aparecer, le envió una carta a su editor que decía “?”, a lo que el editor contestó con otra que decía: “!”) es gracias a la existencia de este libro grandioso e inextinguible.