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El libro inmóvil

Durante un arresto domiciliario, Xavier de Maistre escribe su libro como un verdadero relato de aventuras.

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Mi amigo A.E. me recomendó un libro saldado a solo 100 pesitos en la Avenida de Mayo (en las de saldos de Corrientes está a 150. Amigos: ¿cómo puede ser? Por otra parte, esto ocurrió hace un par de meses, quizás el precio ya haya subido en ambos puntos de la Ciudad): La quietud en movimiento. Una breve historia cultural de los viajes en y alrededor del cuarto, de Bernd Stiegler (Paidós, sello del grupo Planeta, Buenos Aires, 2012, traducción de Griselda Mársico). Partiendo de Viaje alrededor de mi cuarto, de Xavier de Maistre, de 1794, Stiegler da cuenta de la tradición que hace del viaje inmóvil una experiencia estética, una forma de pensar el mundo y de volver extraño lo banal y cotidiano. Si es un ensayo sumamente interesante, lo es por su mirada, por su precisión y también por su ambición acotada. Quiero decir: el libro no se propone una gran teoría sobre el tema, no hay citas (falsamente) cultas a ningún filósofo ni sociólogo, ni pretende ser lo que no es. ¿Qué es? Un registro muy original sobre esa trayectoria. Y esa originalidad funciona como un juego de mamushkas, una dentro de otra. O también como un mecanismo en expansión, avanzando hacia territorios que, a priori, aparecen como lejanos pero que en la lógica del libro se vuelven naturales.

Durante un arresto domiciliario, De Maistre escribe su libro como un verdadero relato de aventuras: la aventura de describir su cuarto como un mundo a descubrir. Pronto, con el éxito a cuestas, surge una tradición: Viaje alrededor de mi jardín, de Alphonse Karr, Viaje al tocador de Pauline, de Bellin de La Liborlière, etc., etc. Hasta aquí la tradición dada, casi previsible. Pero la mirada de Stiegler expande el tema hacia rincones impensados, de un modo brillante. Por ejemplo, ¿qué es la Roulotte –la casa rodante de 9 metros de largo– de Raymond Roussel sino la posibilidad de viajar sin salir del cuarto? Especie de “ciudad nómade”, Roussel encarna la posibilidad del viajero que viaja para no ver. Luego aparecen Robbe-Grillet y Perec, como los viajeros en torno a la habitación en el texto, y también el cine de Dziga Vertov, como un modo ejemplar del viaje en miniatura. Tal vez el capítulo sobre Walter Benjamin y el flâneur bajo la idea de que “toda ciudad es un pequeño mundo” me resultó algo forzado, pero si eso me ocurrió solo dos veces (ídem para el dedicado al viaje de Cortázar y Dunlop como “viaje desacelerado”) en veintiún capítulos –llamado cada uno “etapa”–, es porque el libro es, en más de un momento, extraordinario.

Dejo para el final tal vez mi capítulo favorito, dedicado a la literatura que describe la vista a través de ventanas, todo un género en la narrativa (y la plástica) del siglo XIX. Hace años tengo en mi biblioteca –obviamente sin leer– Voyage à ma fenêtre, de Arsène Houssaye, gran amigo de Baudelaire. Ya mismo pienso remediar esa falta de lectura.

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No sé por qué (o mejor dicho, sí sé), creo que el libro podría gustarle a María Sonia Cristoff. Su narrativa, como ninguna entre nosotros, da vuelta, entre otras cosas, en torno a la quietud en movimiento. Cada vez más pienso a Cristoff como una de las más grandes escritoras actuales. Hace mucho que no la veo, no tengo su teléfono y creo que perdí su mail. Tal vez se entere de esta recomendación. O tal vez no. Así son los viajes que no llevan a ninguna parte.