A la incertidumbre que genera en los actores de la industria editorial el avance (lento, pero sostenido) del libro electrónico, se suma ahora el desembarco masivo en la Argentina de la piratería. Hace una semana, por una denuncia de los grandes grupos (Planeta, Sudamericana, Santillana y Urano), la Gendarmería Nacional incautó, en seis allanamientos, unos 130 mil ejemplares valuados, según declaraba un comunicado, en 11 millones de pesos. La lista de los títulos ilegales encontrados incluía ejemplares de Ari Paluch, Luis Majul, Felipe Pigna, Isabel Allende, Paulo Coelho, Bernardo Stamateas y Stephanie Meyer, entre otros, y es reveladora en varios sentidos. Para empezar, demuestra que una práctica extendida en buena parte de América latina (la revista Etiqueta Negra publicó hace un tiempo un largo artículo de Daniel Alarcón donde se mostraba que en Perú la industria del libro es, básicamente, ilegal, y que supera varias veces el volumen del negocio oficial) ya ha llegado a la Argentina. Y también evidencia que son esos autores y esos títulos (libros de autoayuda, de investigación periodística y de divulgación histórica), al ser los elegidos para fabricar copias piratas, los que sostienen con sus ventas toda la industria, incluidos los pocos libros que, para cualquier lector de paladar más o menos refinado, vale la pena comprar y leer.
¿Cuáles serán los motivos para que la piratería (territorio hasta ahora exclusivo de la música y el cine) haya llegado finalmente a los libros? No debe existir uno solo, pero pueden esbozarse algunos más o menos evidentes. Sabemos desde hace tiempo que el objeto libro ha perdido, salvo para los fetichistas, su aura, y que se produce y consume como cualquier otra mercadería. Fabricado en serie, sin que existan casi filtros rectores (¿y dónde están los editores?), actualmente se imprime y encuaderna casi cualquier cosa: desde dietas y recetas de cocina hasta los delirios autobiográficos de las celebridades de tercera categoría. ¿Por qué? Porque los márgenes de rentabilidad son los que mandan, y porque producir libros sigue siendo relativamente sencillo y barato. Otra variable es que el libro, como producto final, deja hoy bastante que desear: al ahorrar costos en diseño, en impresión, en papel y cartulina de tapa, los resultados son cada vez menos atractivos, y las diferencias entre original y copia se vuelven relativas. Y, finalmente, está el factor precio: por algún extraño motivo, en los últimos tres años el costo al público se ha duplicado y hasta triplicado (hoy es difícil encontrar títulos por debajo de la barrera de los 60 pesos), convirtiendo al libro casi en un objeto suntuario.
Suele decirse que por cada depósito de mercadería ilegal encontrada existen otras tantas que permanecen a salvo. ¿Qué hará la industria editorial para frenar el avance de la piratería? Tal vez invertir en valor agregado, es decir, en fabricar mejores libros (con material más noble, como hicieron en su momento las discográficas), sea una alternativa. Editar menos lectura reciclable y apostar por títulos de calidad podría ser otra. Pero lo principal será discutir una política de precios. O los libros vuelven a estar en línea con el poder adquisitivo de la sociedad, o las editoriales deberán, como en España, diseñar colecciones de bolsillo donde ofrecer los mismos títulos a la mitad de precio. De otra manera, será la misma industria la que terminará por cavarse su propia tumba.