COLUMNISTAS

El lobby de la buena causa

Llega un mail de Alvaro Arroba, un amigo español que me invita a firmar una carta colectiva al diario El País. Como todas las de su género, se trata de una carta de protesta. Empieza apuntando contra el crítico de cine Carlos Boyero, un señor que ejerce el oficio desde el más duro populismo, lo que en materia de crítica cinematográfica se traduce en la adoración de las películas taquilleras y en el desprecio por el cine de autor.

Quintin150
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Llega un mail de Alvaro Arroba, un amigo español que me invita a firmar una carta colectiva al diario El País. Como todas las de su género, se trata de una carta de protesta. Empieza apuntando contra el crítico de cine Carlos Boyero, un señor que ejerce el oficio desde el más duro populismo, lo que en materia de crítica cinematográfica se traduce en la adoración de las películas taquilleras y en el desprecio por el cine de autor. Para Boyero, los cineastas radicales son unos farsantes y sus defensores, una manga de imbéciles y esnobs. Cualquier similitud con algunos colegas locales –en especial cierto columnista– es mera coincidencia; es decir, todos coinciden en una ideología cuyas expresiones (al menos las estéticas) suelen lastimar la inteligencia.
Parece que Boyero se ensaña particularmente con los “cursis de vanguardia” (hay que reconocer que la expresión tiene su gracia) cuando viaja cada año a cubrir el Festival de Venecia y en lugar de disfrutar de las apacibles noches del Lido se dedica a redoblar la violencia de sus comentarios. Este año se mostró particularmente ofensivo con el iraní Abbas Kiarostami –ciertamente un ícono en las guerras ideológicas del cine–, que presentó una nueva película llamada Shirin. Boyero empieza por decir que la película es tan mala que hasta los “feligreses del dios Kiarostami” abandonaron masivamente la sala. Y remata su desprecio admitiendo que él mismo se fue antes del final de ese “pretencioso e insoportable experimento”, porque “la vida es muy corta para desperdiciarla con tonterías disfrazadas de arte”.
Fue la gota que rebasó el vaso y lo que hasta allí era sólo callada indignación se transformó en una carta fulminante que empieza diciendo: “Una vez más, El País da cuenta del desarrollo de uno de los principales festivales cinematográficos desdeñando casi todo lo que en ellos se ofrece de innovador o arriesgado (...) el cronista de turno, Carlos Boyero, fiel al estilo que le caracteriza –tratando de tarados, cursis, esnobs, plastas y otras lindezas a cuantos cineastas y críticos puedan discrepar con sus opiniones–”. La primera firma al pie del manifiesto es la de Víctor Erice, el cineasta español más prestigioso, y la sigue una larga serie de directores, productores, críticos, académicos y programadores de renombre.
Después de ajustarle las cuentas a Boyero y describir la huida de la película de Kiarostami como una falta de respeto a los lectores y al deber de informar, la carta la emprende (sin nombrarlo explícitamente) contra el Grupo Prisa, propietario de El País y de otros medios de comunicación a ambos lados del Atlántico. A partir de los consejos de Boyero a los distribuidores españoles de no adquirir las películas que él repudia (una fea actitud, sin duda), los firmantes le preguntan al director de El País si el diario coincide con su redactor y si los comentarios de éste no responden a un compromiso para defender “la producción cinematográfica más acorde con el dictado mayoritario de los ejecutivos de la Televisión y los intereses de la elite de productores, distribuidores y exhibidores que determinan el destino del cine español”.
A pesar de la antipatía que me despierta Boyero, no voy a firmar la carta. Me parece contraria a la libertad de prensa, un derecho que debe ser defendido con más énfasis cuanto más contraria a nuestras ideas resulta su práctica. Este lobby de la buena causa no se propone contradecir al cronista sino delatarlo (“no le importa la cultura, se fue de la sala”, etc.) y coloca a la dirección del diario ante la disyuntiva de desautorizar a su enviado o confesar que actúa de manera corrupta. Para no hablar de las notables similitudes que tiene el caso con el ataque que el Gobierno argentino suele lanzar contra los periodistas, a quienes acusa de adecuar sus opiniones a los intereses de las empresas que los contratan.