Acabo de leer Entre amigas. Correspondencia entre Hannah Arendt y Mary McCarthy 1949-1975, publicado por la editorial Lumen hace 10 años y ahora saldado en supermercados y librerías de ocasión. Es un libro extraordinario. Alternando entre la confesión cotidiana y la reflexión intelectual, el epistolario puede leerse como un registro de los cambios en el mundo cultural de esa época, como una larga nota al pie sobre las preocupaciones literarias y políticas de ambas autoras.
El 20 de septiembre de 1963, Arendt le escribe a McCarthy sobre Eichmann en Jerusalén. Ese libro es el resultado de las crónicas que Arendt publicó por encargo del New Yorker sobre el juicio al antiguo nazi Eichmann en Israel, que termina con la condena a muerte del acusado (en realidad no fue un encargo: en una carta anterior, de 1960, Arendt cuenta que fue ella quien le propuso al New Yorker cubrir el juicio). Pues en la carta del ’63, Arendt escribe: “Lo más importante: la frase la banalidad del mal contradice la frase que empleé en el libro sobre el totalitarismo: el mal radical”. Como es sabido, el libro fue recibido con un gran escándalo (en especial entre la comunidad judía) sobre todo por su argumentación sobre la “humanidad” de Eichmann. El nazi no era un monstruo, un enfermo, un perverso, sino simplemente un hombre que banalmente comete el mal, o mejor dicho, que lleva el mal hasta un estado de banalidad (hay en esa idea un eco del Adorno de la Dialéctica de la ilustración, del Benjamin que vincula los actos de cultura con documentos de barbarie). La noción de “mal radical” que, una década atrás, Arendt había desarrollado en libros como Los orígenes de totalitarismo, hacia 1963 se le presentaba como una metáfora demasiado trascendentalista, demasiado religiosa, demasiado ligada a la tradición de lo sublime (sublime también es una iluminación, una revelación), y es reformulada de modo tal que los mecanismos por los que el mal se había producido no tenían nada de extraordinario, nada fuera de lo común (como no lo tiene ningún proceso industrial, ninguna cadena de montaje, incluso para producir muerte).
El escándalo se desata, y Arendt le escribe a McCarthy el 3 de octubre de 1963: “Estoy convencida de que no debo replicar a ninguna crítica en particular (…) Aunque por otra parte, me propongo escribir un ensayo sobre verdad y política que implícitamente será una respuesta”. Al poco tiempo escribe ese ensayo, llamado precisamente Verdad y política. Allí desarrolla un concepto sumamente arriesgado, polémico: verdad de hecho. Escribe: “La marca de la verdad de hecho es que su contrario no es ni el error, ni la ilusión, ni la opinión, sino la falsedad deliberada o la mentira”. Volviendo al epistolario, es curioso, pero no aparece demasiado la problemática del negacionismo, es decir, de aquellos que niegan la existencia del holocausto amparándose en la idea de que en la historia no existen verdades objetivas, sino sólo interpretaciones (su “interpretación” concluye que el holocausto no existió, o que fue un “detalle de la historia”, como dice Le Pen). Y sin embargo, siempre leí la frase de Arendt sobre la verdad de hecho como un intento desesperado, casi trágico de rebatir al negacionismo. Y en ese intento, Arendt vuelve a lo sublime (la verdad de hecho aparece como revelación, como creencia).
Sobre esa tensión entre lo banal y lo sublime, Jean-Francois Lyotard señala: “En su Eichmann, Arendt escribe que siempre habrá un sobreviviente para contar la historia. ¿Cómo lo sabe, cómo podemos saberlo? La Shoa, una vernichtung casi perfecta, faltó poco para que nadie pudiera contarla. Y los testigos que hablan lo hacen en el horror de haber sido elegidos para el mal de sobrevivir para poder contar”. Aquí ya no estamos en el mal radical, ni en la banalidad del mal, sino en otra categoría: el mal del relato, de la narración. La literatura no puede no pensar en estos temas.