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El mito de la inversión

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Crisis. El PBI per cápita cayó desde 2011 en Argentina más que en la región, salvo Venezuela. | NA.

Desde hace muchos años, es políticamente correcto referirse a apostar al futuro sosteniendo la inversión. Tanto tiempo como los que, justamente, dicha variable es el patito feo de la economía argentina, quizás más preocupante que la más visible de la inflación y el crecimiento de la pobreza.

La razón es simple: desde que el Observatorio de la Deuda Social Argentina, de la UCA, monitorea la pobreza integral (considerando no solo los ingresos sino otras variables) hay una correlación directa con la condición laboral. Un trabajo más estable, formal y anclado en los sectores más competitivos de la economía asegura directamente estar por encima de la línea de la pobreza. Pero los empleos de estas características están estancados en el mejor de los casos. La creación de nuevos puestos de trabajo en la última década se focalizó en el Estado (especialmente municipalidades y provincias), en el cuentapropismo formal (monotributistas y autónomos) y, por supuesto, en el gran segmento informal.

La economista Marina Dal Poggetto lo resumió con una frase durante su participación en el Encuentro Anual de ACDE, esta semana: “La única política de Estado en los últimos años fue la del crecimiento sostenido de la pobreza”. Probablemente nadie en su sano juicio intentaría empobrecer a la población a la cual, además, luego le pide su voto. Pero terminaron siendo una cadena de decisiones y efectos no deseados con las consecuencias a la vista. Según el cuadro que elaboró la consultora Invecq sobre datos de Focus, desde 2011 Argentina tuvo una caída de su PBI per cápita de 16%, el segundo peor de la región, solo superado por Venezuela (-72%) y por debajo de las flojas performances de Brasil y Ecuador. El resto de los países de América Latina tuvieron subas de entre 4% y 18%, siempre considerando el ingreso por habitante. El fracaso es evidente, aún dentro de un espacio que no se caracterizó por ser una locomotora del crecimiento.

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La primera de las explicaciones que podemos encontrar a este bochazo en materia de desarrollo es la obsesión por el cortoplacismo. Lo cierto es que entramos a jugar un partido de noventa minutos como si fuera una definición por penales. Hay que sacar la pelota de cualquier manera. El resultado de ese partido es lo que cuenta.

También pesa, siguiendo el mismo hilo conductor, la permanente alteración de las reglas de juego. No hay sumisión a norma alguna porque todo es maleable. Nada es para siempre, el cambio se impone para amoldar el orden a la necesidad y urgencia del momento.

Quizás eso desnuda otro elemento de peso: la fragilidad de los consensos alcanzados por imposibilidad de acordar en cuestiones de fondo y perdurables. O peor aún: alcanzar un consenso alrededor de cuestiones dañinas para el funcionamiento de la economía en un horizonte más lejano. El 1° de julio se cumplió un año de la ley de alquileres: un caso en el que propietarios e inquilinos perdieron por retracción de la oferta por desconfianza y un mal mecanismo de actualización.

Dentro de este marco de los consensos imposibles está la postergada reforma tributaria. En esta década perdida, Argentina protagonizó la paradoja de haber subido los impuestos (es el país con mayor presión impositiva del continente), pero también seguir incurriendo en déficit fiscal, finalmente solo financiable por emisión monetaria. La diagonal de fondearlo por el derrame del crecimiento no estuvo disponible en una economía estancada.

Y finalmente, no está clara la legitimación de la ganancia, que es el último motor para la decisión de invertir. Mientras se tenga la visión de un país de suma cero, que lo que cada sector logra lo es a costa de otros, nunca se mirará con buenos ojos el éxito económico de algunos, que en el caso de una empresa es contabilizar utilidades cumpliendo con las exigencias de la ley.

Demasiadas piedras en el zapato para pretender que la tasa de inversión pueda duplicarse en el corto plazo, condición necesaria (pero no suficiente) para que lo que se proclama (el desarrollo económico y la lucha contra la pobreza) no quede solo en un eslógan de campaña.