El otro día vi un monstruo en el subte. Lo vi cuando ya lo tenía encima. Fue el viernes del diluvio universal que dejó los autos flotando a la deriva. Me refugié del chaparrón en la estación Carranza, me subí corriendo al último vagón y ahí estaba el monstruo sentado. Tenía dos patas tocando el suelo y otras dos patitas flacas colgando hacia un costado, la respiración pesada, una mano que le salía por detrás de la nuca, se escondía y volvía a aparecer por abajo de una axila. Tenía algo de pulpo, con dos cabezas unidas por la boca. Se devoraba a sí mismo con violencia, se mordía hasta hacerse doler y con los múltiples brazos se iba palpando y explorando como si necesitara cerciorarse de que ciertas partes de su cuerpo seguían estando en su lugar.
Impresionaba lo abstraído que estaba en sí mismo, como fuera del tiempo, como soñando despierto una guerra alucinante. Estaba empapado, se ve que lo había agarrado la lluvia y no le importaba nada. El vagón se fue llenando cada vez más, nos aglomeramos alrededor del monstruo, impresionados pero disimulando para no mirarlo tanto. Afuera, arriba, caía medio metro de agua en dos minutos, se desentubaba el Arroyo Maldonado, el Gobierno porteño preparaba los comunicados de disculpas, se iba a acabar el mundo, era el fin, y el monstruo entraba delirando en el Apocalipsis, entre suspiros, susurrándose palabras asesinas y calientes, indiferente a la música del acordeonista ciego, sin percatarse de la nena valiente que le dejó una estampita de San Cayetano en una de sus cuatro rodillas ni de la señora de pelo naranja que lo miraba indignada.
De golpe se paró el subte, se colgó el sistema, los claustrofóbicos dejamos de respirar, empalidecimos, todo el espacio se encogió al mismo tiempo. Sin el zumbido de los vagones en movimiento, se oía cada ruidito: una tos, un diálogo, pero más que nada se oía al monstruo, su lamento regodeado, la actividad chiclosa del molusco de su boca, la lengua bífida como buscando algo al fondo de su doble garganta, acogotándose, hasta que necesitó respirar, cambió de posición, con las patas entrelazadas de otra manera, porque tenía algo de Transformer, parecía poder adquirir diversas formas y posturas. Vi que en uno de sus hombros tenía tatuadas una boca y una lengua. Era un monstruo rollinga. En el vagón no se podía respirar y a alguien se le ocurrió preguntarse en voz alta: “No se inundan los túneles, ¿no?”. Ibamos a morir todos y al monstruo seguía sin importarle, seguía rodeándose, trabado, engorilado, se frotaba los muslos, se rascaba, parecía que se ahogaba en un miedo cavernoso, estaba muy inquieto, como sufriendo por una causa personal, metido en una asfixia más profunda que la asfixia del vagón. Por suerte el subte volvió a arrancar y pudimos respirar.
La señora de pelo naranja no aguantó más y le dijo al monstruo que era muy indecente lo que estaba haciendo, que se fuera a un lugar solo, que no teníamos por qué aguantar semejante espectáculo. Con una voz finita y burlona, el monstruo la carajeó y casi a la vez con un vozarrón pesado se rio. La señora dijo que iba a llamar a un policía. El monstruo se levantó y se bajó en la estación siguiente, y atrás la señora y yo también. La señora llamó a un guardia de Metrovías tratando de retener al monstruo por el brazo. El guardia tardó en entender y ahí el monstruo hizo algo genial: se dividió en dos, sin despedirse, y el guardia no supo a qué mitad perseguir, quedó pagando junto a la señora de pelo naranja que protestaba sacudiendo los brazos.