Tal vez la ortografía no sea más que un ritual reverencial por el detalle. A mi hijo le da lo mismo el invierno que el imbierno y no comparte mi desesperación, que explico mal, como casi todo lo que le explico. Tampoco me dejo llevar por el encanto de “Dios está en los detalles”, frase adjudicada a San Agustín, a Flaubert y sobre todo al arquitecto Mies van der Rohe, que es donde mejor se ve con cosas.
La filmación en la que estoy demanda que respondamos un cuestionario médico. Cada día por WhatsApp me llegan de un laboratorio en Estados Unidos unas preguntas para responder con sí o con no. Es obvio que todas son no, salvo que tenga síntomas. Pero el cuestionario ha quedado en las pinzas de algún robot y mi tozudez no sabe de chips: escribo que no utilizando mayúscula para empezar la frase y punto al terminar. Queda así: No. El protocolo no reconoce mi prolijidad. Me dice que es incorrecto y que responda por sí o por no. Es lo que hago, les digo. Otra vez el robot: por sí o por no. Me lleva un tiempo deducir lo que ya sé: que el protocolo es fotosensible a la ortografía y que es “no” sin punto ni mayúscula ni nada. Y en el caso de poner “sí”, además, deberá ser sin tilde, por motivos que prefiero desconocer.
Una profunda indignación superficial me anega el alma y es aquella indignación que elijo permitirme para olvidar rugbiers, epidemias y decesos. ¿Por qué me obligan a abandonar una convención tan plana como la ortografía y adherir a otra igual de convencional como el error? ¿Para qué? ¿Qué ganamos? Si yo fuera ese robot estadounidense aceptaría bien gauchito por válidas todas las respuestas, mal o bien escritas. Pero el destino ha querido que sólo empiecen a tener valor las que están mal. Cuando esto se extienda al resto de las superficies que pueden ser tocadas por el error estaré verdaderamente preocupado.
Después de todo, vivimos en el mundo del lenguaje para no tener que ocuparnos del dolor real, ese que no podemos manejar con convenciones.