Soy muy atento a las representaciones del horror. Dado que toda representación supone elecciones, encuadres y filosofías, hay incluso en la exhibición del espanto, de la mala noticia y de lo feo nociones aplicadas de belleza. Ahora espero una entrevista en un bar y se me ofrece, como es de rigor, un Clarín abierto. Me sorprende –y no tanto– el esmero estético con el que se grafica la hiperinflación de Venezuela. Con barroquismos y claroscuros disfrazados de minimalismo y naturalidad, unas pilas de bolívares como torres de cemento posan junto a un pollo, una bandeja de bifes o un Palmolive, sin olvidar el objeto de lujo más aterrador: el rollo de papel higiénico. Las torres son la plata que hay que pagar para comprar esos productos. Venezuela le ha quitado cinco ceros a su billete, al que llama, con ironía no tan fina, “nuevo bolívar soberano”.
La historia de esta estetización es conocida: el mensaje va dirigido al trabajador argentino. El rumorcillo que no empezó nadie (¿Clarín quizás?) es que, pese a que las condiciones de que suframos otro 2001 ya están dadas, la gente prefiere y preferirá resistir y tolerar y esperar milagros que no llegan y consumir la publicidad de esos milagros.
Urge guardar al pueblo en casa; todo vale, reprimir con balas a los trabajadores del astillero Río Santiago o recordarle al público en general –al que aún no salió a pedir explicaciones por el desguace de sus trabajos, sus sueños, su soberanía– el horror específico de la hiperinflación. Es la foto del cuco, el Malo, el yugo que esta política regurgitada crea a intervalos regulares. Las escuelas cierran por deudas y falencias de infraestructura, las universidades no pueden pagar servicios ni alquileres, los teatros públicos desprograman por recortes presupuestarios, el trueque ha vuelto a la calle y esta frágil tolerancia social requiere de alertas permanentes y de una estética del disciplinamiento.
Pero cuidado: la estética y la tolerancia tienen siglos de mutuo desentendimiento.