Vivimos una época que ha conocido dos enormes crisis planetarias. En el año 1989 se derrumba una concepción del Estado y de la sociedad. Veinte años después, cae el mercado financiero. Sobre el sentido que acarrea esta última crisis todo está por decirse, y lo que se dice no deja de terminar en puntos suspensivos.
Con la caída del Muro hubo quienes lo vieron como el inicio de su integración al universo de la democracia. Muchos que habían apoyado a dictaduras criminales, los que estuvieron del lado de quienes alentaron invasiones a países que no respondieran a los intereses de las grandes corporaciones, y a favor de la acción de infiltración para derrocar a gobiernos populares, se sintieron en condiciones de abandonar sus cruzadas en defensa de Occidente. La Guerra Fría había terminado con el reconocimiento del fracaso de uno de los sistemas.
Ya no tenía sentido justificar por cualquier medio la defensa de los valores del individuo y de la libertad. El peligro comunista desaparecía. Fue el momento en que el anuncio del fin de la historia se ponía de moda.
Durante casi dos décadas, un discurso calificado como “único” tuvo la hegemonía en las cuestiones económicas. La tercera vía se presentó en escena para proponer reflexionar sobre un nuevo modelo dado el fracaso de las políticas neoliberales y de una socialdemocracia basada en un Estado de Bienestar ya insostenible.
Después del ’89 el socialismo pretendió adaptarse a la globalización y a los cambios en la tecnología, con un discurso que rescatara sus principios morales y sociales, y que fuera funcional a un mundo en expansión ilimitada y transformación continua.
La política de Bush dejó totalmente de lado las tibias aspiraciones de la tercera vía y aceleró la dinámica de los mercados desregulados.
Nadie previó el derrumbe del ’89 y menos aún el de 2008. Por supuesto que había señales de alarma, siempre las hay en el mundo de la interpretación infinita. Pero los visionarios de lo que vendrá, y efectivamente ocurrió, se perdieron en la muchedumbre de otros visionarios versados en un saber conjetural que no es una ciencia basada en predicciones ni en certezas demostradas.
La crisis de las hipotecas es la crisis de un paradigma crediticio y de una política financiera. El mundo creció durante años a tasas difícilmente homologables. La economía norteamericana aceleró su dinamismo y creó un estímulo tras otro para que todos se endeudaran y canalizó los flujos de capital hacia el mercado inmobiliario y la compra de acciones.
Estableció una tasa de interés mínima que abarató el crédito y fomentó la inversión hacia fondos especulativos. Los EE.UU. asociaron su política a la de China, y solventaron su déficit creciente con capitales de todo el mundo y la compra de sus bonos federales. China producía y los norteamericanos consumían, y la economía que concentra la cuarta parte de la riqueza mundial, junto a su asociado asiático en impresionante crecimiento, ponía en movimiento al resto del planeta.
El 30 de abril de este año, se reunieron en el Museo Metropolitano de Nueva York economistas de renombre, a propósito de un simposio de economía organizado por la New York Review. Fueron convocados Paul Krugman, George Soros, Jeff Madrick y Niall Ferguson, entre otros.
Ninguno de ellos se muestra optimista. Las soluciones que proponen desde perspectivas distintas están llenas de dudas. Admiten su desorientación. La palabra “apalancamiento” (leverage) es usada varias veces para describir un funcionamiento financiero a base de deuda futura que, según reconocen, produjo mucho daño.
No se ponen de acuerdo acerca de cuánto keynesianismo está en juego. Recuerdan que Keynes escribió su texto de referencia general en 1936, siete años después del desencadenamiento de la crisis. Ven en el gobierno de Obama una acción a dos puntas. Una es la inyección de ingentes cantidades de dinero con el fin de restablecer el crédito para que la recuperación no sea tan lenta y los efectos tan devastadores como los de la crisis del ’29. No consideran ajena a la misma el acceso al poder de los gobiernos fascistas y el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Ninguno quiere siquiera pensar que la crisis actual pueda dar lugar a nuevas formas de autoritarismo y a conflictos mundiales.
Por otro lado, el gobierno de Obama estimula una política de grandes inversiones. Con la monetización forzada de la economía vía emisión y la asunción de obras de infraestructura por el Estado, más el salvataje de corporaciones financieras e industriales, el déficit de los EE.UU. está cerca del 17% de su PBI.
Los economistas convocados hablan de trillones y billones destinados a un mercado paralizado. Las acciones bursátiles no valen nada, y los recuperos se deben a maniobras especulativas de corto alcance. El estímulo a la demanda no parece funcionar. Es normal que en una época como ésta los individuos teman al crédito y se inclinen por el ahorro. El mañana es temible.
Los inversores tampoco quieren arriesgar y no van más allá de pretender recuperar su capacidad instalada. El Estado se dispone a asumir por el momento el rol que los privados deberían cumplir. No deja de disiparse el fantasma de la deflación de precios, y una posterior estanflación.
Soros insiste en que los mercados financieros deben estar regulados. Ferguson no cree en las políticas de estatización ni en que la conducción de la economía deba estar en manos del Estado. Para él, la salida de la crisis depende de los avances tecnológicos y del incremento de la productividad que históricamente, sostiene, es impulsado por los capitales privados.
Krugman cree que el Estado debe cumplir un rol activo y tomar la iniciativa de la inversión sin temerle en exceso al gasto. Pero reconoce que el público norteamericano sólo volverá a gastar si el gobierno le despierta confianza.
La emisión de deuda futura, y el uso de los dineros públicos para incentivar un mercado de trabajo deteriorado por el aumento de la desocupación y para compensar la desfinanciación de las fuerzas productivas tendrá efectos positivos si los ciudadanos norteamericanos confían en la eficiencia y la honestidad de su gobierno.
Krugman estima que Obama es el que está en las mejores condiciones para concitar tal credibilidad. Pero la bruma no se disipa.
Ante una realidad así, los agoreros del fin del capitalismo sienten que llegó su hora. Aún no se sabe muy bien para qué. Hay proyecciones de todo tipo. Utopías de “lo pequeño es hermoso”, de la fundación de una sociedad basada en la vida simple y solidaria de pueblos con espíritu cooperativo, la celebración de la nueva unión del Estado con los pueblos largamente desplazados por la ilimitada codicia del capital, la voluntad de poner la piedra basal de un nuevo modelo de sociedad que resulte de necesarias mutaciones culturales y, además, el deseo de un cambio drástico de una civilización que erró su camino hace siglos; todo indica que ésta es una época fértil para los anunciantes de una nueva aurora.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).