Hace un tiempo que venimos puntualizando que, atisbando cierta mejoría a nivel mundial, la que alienta alguna esperanza sobre un ulterior leve repunte, se bosqueja así un marco interesante. Respecto del mismo, la lógica recomienda que nos acoplemos a él. En lo que más nos concierne, ya algunos precios de commodities se reponen y depreciaciones cambiarias de nuestro entorno se moderan.
Añadimos que la posibilidad del tal acople exige computar seriamente el modo de inserción del país en la economía mundial que ajustará con él. Y que lo que gravitará –partiendo probablemente de un piso de la desaceleración doméstica– es el esfuerzo propio, interno, para enderezar la política económica, emergiendo tanto del desvanecimiento del modelo competitivo productivo que gestó el éxito de poco tiempo atrás como del vórtice de la crisis externa. Esta es la fórmula del “repechaje con acople”. De todos modos, erróneas ópticas estratégicas pretenden prevalecer. Véase que la Argentina, aun después del exitoso desempeño reciente citado –esto, más allá de los serios fallos de gestión verificados–, sigue siendo un país subdesarrollado y periférico, con una estructura productiva de diversificación acotada y con indicadores laborales y sociales aún delicados, pese a las mejoras habidas. Por ende, como respuesta vital no le queda otra que intentar retomar una matriz de crecimiento acelerado (neto de las condiciones externas), favorable a la integración productiva y a la creación de empleo. Por los rasgos del país, no existe ninguna traba externa que obste a la Argentina buscar, como criterio activo, reciclar, expurgando errores, una estrategia de desarrollo centrada en un tipo de cambio auténticamente competitivo. Algo que el nivel actual no cumplimenta bien.
Frente a esto, ciertas falaces concepciones ya propugnan una inserción o adaptación pasiva a la dinámica mundial, donde la insinuada mejora de los precios de las commodities y la moderación de las depreciaciones nominales de países del entorno (las que son enteramente reales por su deflación, al revés de nuestro caso) lucen como factores definitorios para fijar el rumbo.
Esta clase de planteo refleja una coincidencia entre grupos de la ortodoxia y otros sedicentemente populares. La clave, al respecto, consiste en preferir un tipo de cambio real débil, de tenor “sojero”, y apegado al especioso tipo de cambio real multilateral que esgrime el Banco Central, combinando con la bandera de la famosa “vuelta” a los círculos financieros internacionales, donde la discusión de detalle es si pagamos más o menos al Club de París y a los hold outs y/o recibimos fondos –incluso swaps– de alguien con una mayor o menor condicionalidad.
Así ponemos la carreta delante de los bueyes. Optar por un dólar “sojero” (que a la postre forzará anular las retenciones), y aun más apostando a una eventual recidiva de apalancamiento financiero externo, lastimaría las chances de crecimiento y la continuidad del notorio avance industrial acaecido, y diezmaría la capacidad de crear empleo y de reducir falencias sociales. Esto último, con mayor rudeza mientras persista fuerte la puja de precios y salarios, que incluso se mantuvo inercialmente durante la desaceleración.
Naturalmente, a la Argentina, como criterio relevante, le conviene mejorar su posicionamiento financiero externo, turbado por causales exógenas y endógenas (sin obviar el duro proceso de fuga de capitales y un superávit comercial que es muy instigado por la desaceleración). Pero aquélla es una conveniencia pragmática, que no cancela el núcleo duro de la visión del desendeudamiento, y no filosófica en pos de un símil noventista. Desde ya, ese criterio no debería fungir de catalizador de una recaída en las frustraciones del cambio bajo. Más bien, deberíamos asegurar un nivel y una regla de un cambio auténticamente competitivo. Aun cuando el mundo mejore, ello no resuelve por sí nuestros problemas. Se nos dará un marco de acople, pero el que lo aprovechemos con nuestro propio repechaje depende de que acertemos en las opciones estratégicas.
*Economista.