Y un día el gobierno de las buenas ondas comenzó a dar malas noticias.
El flamante ministro Dante Sica es el Voltaire del PRO, representante de un pesimismo filosófico que vino a parodiar el optimismo macrista de la sonrisa permanente: “El segundo semestre va a ser mucho más difícil”, “las pymes comenzarán a sufrir”, “somos el país de América Latina más frágil”, “la cantidad de cheques rechazados genera alerta en los bancos”, “la devaluación se está trasladando a los precios”, “no sabemos todavía cuánto valen las cosas”.
No fueron frases sacadas de contexto ni revelaciones inconvenientes de un off the record. Son las afirmaciones que el ministro de la Producción realizó a lo largo de los últimos días frente a distintos medios y empresarios.
Para confirmar que no se trata de un outsider del oficialismo o de un opositor infiltrado, sus dichos fueron ratificados con otras palabras por Dujovne, Vidal y el mismo Presidente.
Quienes suponían que antes no estábamos tan bien, a prepararse. Según el nuevo pronóstico macrista, lo que viene será peor. ¿Será peor?
Hipertimia. El optimismo no es solo un estado de ánimo, es una corriente filosófica que sostiene que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Sus orígenes se remontan a la religiosidad de principios del siglo XVIII, pero llegan al presente y hasta se filtran en el “si sucede, conviene” que Tinelli y otros famosos repiten como un mantra atribuido a Ravi Shankar, el gurú admirado por Macri.
Desde lo político, el optimismo está asociado con el conservadurismo, por aquello de que los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, ya que para los optimistas está OK.
Las sucesivas campañas electorales del macrismo respondieron a la estética y a las consignas de ese optimismo religioso y político. Frases esperanzadoras, mensajes positivos, música alegre y clima festivo. Con un montaje similar al que rodea a los pastores evangelistas, pero sin la carga de pecado. Compartiendo el mensaje de que todo tiene solución tras algún tipo de ofrenda (un diezmo o pagar el aumento del gas y la luz), pero en lugar de un Cristo salvador, dirigentes que intentan parecer hombres comunes.
Es la actualización posmoderna de esa corriente inaugurada por el teólogo Gottfried Leibniz. Para el macrismo, el kirchnerismo era una anomalía en ese feliz devenir.
El PRO no fue solo la sigla ganadora de un partido inexistente, sino el sello de un clima de época. Incluso su último adversario presidencial, Daniel Scioli, también es un adherente histórico de esa forma “pro” de ver la vida.
En los momentos de mayor exaltación de optimismo de la campaña 2015, tanto Macri como Scioli parecían poseídos por una hipertimia, esa patología que hace pensar a quien cae de un avión que, un metro antes de estrellarse, las cosas aún están bastante bien.
Hipomanía. Pero desde la corrida cambiaria las sonrisas se apagaron. Uno de esos días oscuros de mayo, tras visitar Casa Rosada, Carrió salió preocupada: “El problema de estos muchachos es la depre”.
Después llegaría el préstamo del FMI, el ascenso a grado de emergente, el adiós a Sturzenneger, Aranguren y Cabrera y el reconocimiento de una mayor inflación, ya sin meta capaz de ser incumplida.
Las novedades no mejoraron el ánimo de los funcionarios ni de los mercados. Y se comenzó a transparentar ese sentimiento oficial de que “las cosas no están saliendo como habíamos pensado”.
En la reunión de gabinete del martes, Marcos Peña debió intervenir para que sus colegas aflojaran con las malas nuevas. Al día siguiente intentó transmitir algo del viejo optimismo en el Senado. Pero ni su bancada se convenció.
Pasar de la hipertimia al extremo contrario de la hipomanía representa otra patología, la bipolaridad. Aunque algún funcionario alegue con triste ironía que no ingresaron a la etapa de un pesimismo crónico, sino de un optimismo informado.
Lo cierto es que la estrategia comunicacional positiva llegó a su fin junto con los últimos números favorables de la economía del primer trimestre y la posterior corrida cambiaria.
El neopesimismo refleja el estado de ánimo de un gobierno shockeado, pero sobre todo la necesidad de no quedar caricaturizados como exponentes de un optimismo bobo ante una realidad preocupante. El clima social cambió y ni siquiera la Selección pudo acercar una dosis de alegría.
El PRO es pro, pero también es Cambiemos. Ni aquel optimismo iniciático macrista estaba exento de estrategia electoralista, ni este neopesimismo es ajeno a la necesidad de cambiar una herramienta que con el exceso de uso dejó de ser útil.
En cualquier caso, el Gobierno necesita una nueva forma de relatar su gestión. Un nuevo realismo que vuelva a generar confianza y que le encuentre una razón a lo que está pasando. No es tarea de Dujovne, Caputo ni de los técnicos del gabinete.
Es una responsabilidad política indelegable de Macri y Peña, en todo caso apoyados en la mesa chica que integran Vidal y Larreta. Pero antes, deben terminar de definir bien hacia dónde quieren llevar la economía en el último año y medio de gestión. De eso dependerá su futuro y el de todos.
La mirada economicista de que con un sello de emergente, el apoyo del FMI y un cambio de nombres se regeneraría la confianza y los inversores ahora sí llegarían, se enfrenta con la crisis real de un país que depende del consumo interno y de un mundo turbulento. A los inversores no les suelen atraer las economías recesivas, con empresarios locales que no invierten porque no saben si habrá consumo para comprar sus productos.
Frente a la razonabilidad monetarista del plan “baja de déficit-baja de inflación-crecimiento”, los empresarios se dejan tentar más fácil por la secuencia “consumo-baja de inflación-baja de déficit”. Algo no muy distinto a esto último fue lo que sucedió en la segunda mitad de 2017, que finalizó con un PBI de casi el 3%, y un descenso tanto de la inflación como del déficit.
Pero desde diciembre, la reducción del déficit fiscal volvió a representar la mayor utopía nacional y los nuevos tarifazos su herramienta más dolorosa. Entonces, no hubo baja de inflación, sino todo lo contrario, y la proyección de crecimiento tiende peligrosamente a cero.
El cambio de ánimo que expresan los funcionarios es espejo del cambio de ánimo social y la pérdida de confianza de cierta mayoría en que íbamos hacia “el mejor de los mundos posibles”.
La economía parece una ciencia exacta porque usa los mismos símbolos numéricos de las ciencias que sí lo son. Pero es una ciencia absolutamente social para la cual la psicología individual y colectiva es esencial para predecir o promover comportamientos económicos. Recrear la confianza que lleva a unos a consumir suponiendo que podrán pagarlo y a otros a producir imaginando que habrá compradores, es la medida económica más importante que podría tomar el Gobierno. Y es una medida política.
Optimismo racional. La batalla comunicacional por implantar la épica social del déficit cero es difícil de ganar. Más sencillo sería explicar la ventaja del dólar alto (porque las desventajas son evidentes), que en estos días ya se nota en la derivación del gasto turístico hacia el interior del país y en el mediano y largo plazo podría significar el regreso a una balanza comercial positiva que provea el ingreso de dólares genuinos.
Tampoco sería tan complicado recrear un clima político que aporte cierta predecibilidad institucional.
Si antes era atendible desde el egoísmo electoral no darle aire a rivales como Massa o Urtubey, y azuzar la amenaza Cristina; ahora, por el mismo egoísmo, un diálogo con ese peronismo no K podría sumar tranquilidad. Porque Macri seguiría apostando a la reelección, pero el metamensaje traduciría a los mercados que si no es él será alguien que garantizaría la continuidad de políticas de Estado.
Quienes gobiernan tienen la dura misión de mantenerse ajenos a los abruptos cambios de ánimo del ciudadano común. Y ser racionalmente optimistas porque, como decía Churchill, no parece muy útil ser otra cosa.