El 16 de enero de 1991, en vísperas de la Operación Tormenta del Desierto para liberar Kuwait de la ocupación iraquí, el entonces presidente de Estados Unidos, George H. W. Bush, auguró la esperanza de la oportunidad de construir un nuevo orden mundial donde la ley gobernaría la conducta de las naciones, y “una creíble Organización de las Naciones Unidas podría dar uso de su rol de paz cumpliendo con la promesa y visión de los fundadores de la ONU”.
El concepto de “nuevo orden” hizo correr mucha tinta. A muchos no les convenció. Pero, a pocos les quedaban dudas de que el nuevo orden era casi sinónimo del “orden liberal” de sello moderno-occidental cuyo promotor/defensor sobre todo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial había sido Estados Unidos. Los vanguardistas del nuevo orden, entre institucionalistas y fervientes creyentes de la virtud suprema al servicio del bien del poderío militar y su uso unilateral, en Estados Unidos discutieron su implementación pero ninguno cuestionó la primacía de Washington: un sistema mundial basado sobre la perpetuación de la unipolaridad militar desde 1991.
Considerando el timing del discurso de Bush, pocas dudas quedaban de que el nuevo orden empezaba en Medio Oriente donde la primacía de Estados Unidos desde que la administración de Carter auspició el acuerdo de paz entre Egipto e Israel en 1979 y más claramente después de la Guerra del Golfo estaba clara. Pese a la retórica, los expertos de la región sabían muy bien que ese orden de liberal tendría la economía pero no la democracia, los derechos humanos, la libertad de expresión; no porque como la necedad de los supremacistas culturales culpaba a “la mente árabe” o “el atraso del islam”; el petróleo, el mercado de armas, los flujos financieros, y last but not least, la necesidad urgente de la colaboración de todos los regímenes statu quoístas en la “guerra contra el terrorismo” terminaron sacando de la agenda los ítems que molestan tanto a las monarquías y repúblicas dinásticas para seguir con los negocios del business as usual.
En realidad, desde la Revolución Islámica en Irán en 1979 y el espanto que su difusión generó la dinámica del equilibrio de poder se expresaba cada vez más en la grieta entre los sunitas y los chiitas y desafiaba el cálculo estratégico propio a la lógica de un mundo Westfaliano de estados territoriales. Washington, en el fondo, nunca ignoró esta realidad desde su primera aunque encubierta manifestación en la guerra Irán-Irak en los 80; su política de primacía siempre se enfrentó ante el desafío de redefinir alianzas ad hoc en un ámbito caracterizado por la volatilidad violenta, sin poder encontrar la fórmula que asegure la estabilidad que le permitiera una mínima formulación del argumento de un orden caracterizado por los valores del liberalismo sin que sonara demasiado ridículo como fue la “democratización” de Irak luego de su ocupación y la inútil búsqueda de armas de destrucción masiva que nunca encontraron.
Es la razón por la cual el más realista de todos los presidentes sinceramente creyentes en las virtudes del liberalismo ilustrado, Barack Obama, no supo dar respuesta a las primeras revueltas árabes, e hizo lo que tenía en un libreto –intervención en Libia, “asesinatos selectivos” y demás distracciones tácticas a falta de una claridad estratégica que se reveló en el tibio apoyo a los kurdos descartando su justa demanda de un Estado y a la insistencia sobre la ilusión de que dentro de los llamados “rebeldes” en Siria combatiendo el régimen de Bashar Al Assad se podría encontrar algunos que mínimamente aseguraran el dominio del terreno bajo el control absoluto de los islamistas entre derivados de Al Qaeda y los vándalos del autoproclamado Califato del EI, o Daesh como se conoce en sus siglas en árabe.
A cambio, la intervención rusa en Siria, la primera fuera de la “inmediata vecindad”, no dudó en su objetivo: no permitir la caída del régimen que le asegura el puerto de Tartús en el Mediterráneo y que resiste a la misma amenaza que enfrentó en Afganistán y en Chechenia, el islamismo de corte sunnita. No tuvo éxito en el primer caso; en el segundo, su “éxito” consistió en aplicar una doctrina de contrainsurgencia de hacer tierra arrasada toda una ciudad, Grozny, que acaba de repetir en los barrios orientales de Alepo, la segunda ciudad de Siria y la “capital” que los “rebeldes” quisieron hacer de su “revolución” y terminaron cediéndola a los islamistas. El éxito de las fuerzas del gobierno de Al-Assad en controlar Alepo a fines de diciembre se debió a la intervención diplomático-militar de Rusia donde se destaca el acuerdo Moscú-Ankara luego de la convicción de Erdogan del fracaso de su política en Siria desde 2011 con el objetivo de derogar al régimen de Al-Assad.
Con el acuerdo tripartito entre Rusia, Irán y Turquía que auspician un nuevo intento de resolución del conflicto sirio en Astana, capital de Kazajstán, reemplaza a Ginebra como lugar de negociación. Nada asegura que no será otro fracaso. Alepo no ha sido el Stalingrado del régimen; la reaparición de Daesh en Palmira cuando Alepo caía en las manos de Al-Assad demuestra a qué punto el mantenimiento de los territorios recuperados le resulta desafiante. Pero el simbolismo de intentar de remplazar Europa por Asia como lugar de negociaciones no deja de llamar la atención: el nuevo orden que propuso Bush en Medio Oriente está pasando por un proceso de revisión para reformularse geopolíticamente desde una perspectiva local/oriental. Si estas negociaciones empiezan y tienen un éxito mínimo, muy dudoso por ahora, entonces quizá se verá un primer paso hacia una reconsideración de la supremacía estadounidense hacia un orden legitimado por el equilibrio de poder que Trump parece considerar. Una forma de agradecer a su amigo Putin y rendir tributo a un estilo de hacer política cuya vertiente estadounidense quizá estaría puesta a prueba a partir del 20 de enero próximo.
*PhD en Estudios Internacionales (University of Miami). Profesor en la Universidad de San Andrés y la UNLa.