Me parece más que bien que cocinar (no sé dónde lo leí) sea considerado el octavo arte. Una se pregunta entonces ¿y el noveno cuál y cuándo será?, pero ésa es otra historia. Resulta que la cocina, ese lugar del que muchos dicen que las mujeres no debiéramos haber salido jamás, se ha convertido en, ¿en qué, a ver? En un templo. No, eso es demasiado. En un set de filmación. Sí, por ahí andamos bien. En un paseo de moda. Mejor aún. En un museo; ¡ay, no!, ya me veo los muslos de pollo y las torrijas enmarcadas y colgando de las paredes. Se ha convertido en un lugar privilegiado, eso es. ¿Y por qué no? De ahí salen cosas que nos producen enorme placer. ¡Y todos los días! ¡Y varias veces por día! No hay nada más estimulante que un buen desayuno, con tostadas con manteca y café bien negro y queso y un huevo pasado por agua (tres minutos once segundos, ni uno más ni uno menos) y una naranja. No hay nada más satisfactorio que un almuerzo ligero con media, sólo media, copa de vino tinto. ¿Y el cafecito de la tarde? Una abandona la computadora por un rato y se va a la cocina y se huelen los granos de café como debe haber olido el paraíso terrenal. ¿Y a la noche? Ah, a la noche con amigos. O con esa persona especial, velas y una rosa en un vaso. Y una receta también especial y algo muy pero muy dulce como postre.
Hace años yo conocía solamente el texto de Anthelme Brillat-Savarin. Que, debo decirlo, me asombró muchísimo cuando lo leí por primera vez. Ahora tengo un estante y medio ocupado por libros sobre cocina y conozco a Gavius Apicius, Guillaume Tirel, Hortensia Hernández, el emperador Shen-Nung, Antonin Carême, Alma Fratelli, Alexandre Dumas, Grimod de la Reynière, Estelle van Kooy, y así. ¿Soy más feliz ahora que antes? Por supuesto que sí. Y es que he aprendido mucho, y se sabe: el saber da felicidad.