Nos enteramos esta semana de que, si no hacemos algo más o menos rápido, personas parecidas a Mariotto, Diana Conti o Sandra Russo van a terminar decidiendo no ya qué ven los argentinos en la tele sino qué hacen en su vida: si tienen razón o no, si merecen justicia, si les corresponde ir presos o estar libres. Como de costumbre, la oposición resistió este anuncio usando las formas y los modales de la política, de este modo: no lo resistió. La indefensión es total. Si todos los actores políticos, a favor y en contra, conversan educadamente sobre la posibilidad de que el Gobierno haga un upgrade definitivo a “dictadura”, será que es lo que hay que hacer. Sabrán algo que uno no sabe. Tal vez es bueno que un gobierno tenga todo el poder para siempre. O bien todos ellos son malvados y conspiran.
La idea de conspiración es impopular, porque es difícil de demostrar, a nadie le gusta ser señalado como paranoico, y además porque las conspiraciones son impracticables a gran escala. Pero nuestra resistencia a imaginar conspiraciones, llevada al extremo, nos puede conducir a un pensamiento también mágico y errado: suponer que fenómenos masivos pueden suceder porque sí, por generación espontánea. No hay conspiración que explique las alas de los murciélagos, o que las personas tengamos el pulgar enfrentado a los otros dedos. Pero tampoco pueden ser explicados por la casualidad, salvo en pequeñas proporciones. El resto lo hizo el tiempo, y el hecho de que los murciélagos con alas, y las personas con pulgar oponible, tenían más chances de reproducirse.
En todos estos casos aplica la pregunta que suelen formular los abogados: ¿Cui bono? ¿Quién se beneficia? Esa especie, u otra especie, o el ecosistema, o un parásito. Esta pregunta es la llave para explicar hasta los fenómenos más enigmáticos de la naturaleza, siempre y cuando podamos encontrarle una respuesta satisfactoria. Lo cual no siempre es fácil, y con las relaciones humanas es dificilísimo. ¿Quién se beneficia? La respuesta de la oposición –y la nuestra, si nos prestamos a debatir lo inaceptable– parece suicida.
A corto plazo, sin embargo, no es difícil ver que esta actitud resulta conveniente –y acaso indispensable– para una clase política cuyo único sustento es la ilusión de que los actos no tienen consecuencias. Aníbal Ibarra, que sueña con volver a gobernar Buenos Aires, es prueba viviente de que así funcionan. El mecanismo, anterior al kirchnerato pero perfeccionado por él, consiste no sólo en negar un problema ineludible, sino en reemplazarlo por otro mucho menor y más manejable. No importa si este segundo problema existe; siempre se puede inventar alguno.
Esta inundación mata mucha gente y la próxima también. El problema se disuelve en una sucesión artificial de debates acotados: el adulterado número de muertos, las pecheras que usan o no usan quienes ayudan o no ayudan a las víctimas, la insólita preocupación de Juan Miceli por la libertad de prensa. No va a haber más justicia en Argentina; este problema no se resuelve pero se tapa con la discusión sobre la letra chica en el proyecto de ley. Nadie gana a largo plazo, pero todos –incluso quienes nos oponemos al Gobierno– sentimos un cierto alivio ante el beneficio inmediato que reporta este procedimiento. Porque ante el peligro real, ante el problema serio de verdad, que mató gente y matará más, no sabemos qué hacer. Y con todas las otras pelotudeces sí.
El opio de los pueblos habrá sido alguna vez la religión (o no), pero el de hoy en Argentina es esta compulsión por tapar nuestra catástrofe con discusiones falsas. “Es droga”, suelo leer en relación con los debates kirchneristas más alucinados; no me parece que sea casual. Nos va a costar dejar esa droga, pero va a hacer falta empezar por ahí. Porque después de años de uso habitual, esa droga es lo único que conocés, lo único que te importa, lo único que ves.
*Escritor y cineasta.