Quizá no son pocos los que recuerden, a propósito de las actuales circunstancias, aquella novela de Gabriel García Márquez que relata el interminable declive de un gobernante despótico de América latina, compuesta por oraciones sin fin que no tienen punto y aparte, porque así de inacabables parecían también a ese pueblo imaginado por el escritor los días del déspota, un hombre cuyo poder había sobrevivido contra toda ley y contra todo infortunio, sobre todo porque el pueblo se había acostumbrado a vivir sin ley y a confiar demasiado en la fortuna, sin tomar en cuenta que cuando uno se resigna a perder la ley, también pierde la fortuna, como sucedió en el país del relato, donde los esbirros del gobernante hicieron desaparecer en la selva a todos los niños que alguna vez habían cantado los números de la lotería del Estado, de modo que nadie supiera jamás los motivos por los que siempre ganaba el billete presidencial; ya que para que un gobernante pueda enriquecerse, en algún momento tiene que suprimir la realidad y dibujar números imaginarios en los que nadie cree, pero poco importa eso porque, al fin y al cabo, lo único que interesa al gobernante es conservar su poder, y lo mismo que en el cuento, muchas veces lo conserva mientras sus subordinados no se atreven a decirle que la realidad existe y sus enemigos terminan por creer que realmente él es poderoso, hasta que la realidad se impone sin ayuda de nadie –ni propios ni adversarios– porque si hay un dato irrefutable consiste en que el otoño siempre llega, irremediablemente, y en casos como estos, para vergüenza de todos –propios y extraños–, porque la novela de Gabo muestra que todos advierten al final que se trataba de “un tirano de burlas que nunca supo dónde estaba el revés y dónde estaba el derecho de esta vida”; y esa otra de Ayn Rand en la que un empresario acosado contempló, tras su victoria, la pequeñez del enemigo común y pensó que “si esto es lo que nos ha derrotado, la culpa es nuestra”. Ah…el diccionario dice que “patán” es un hombre tosco y zafio; y zafio significa “grosero en sus modales o falto de tacto en su comportamiento”.
*Abogado y escritor.