Confieso que no soy una lectora inveterada de la Biblia. La leí una vez y la encontré fascinante. Pasa de todo ahí, y vale la pena tenerla bajo los ojos. Y es uno de los pocos, poquísimos libros que han cambiado el mundo o por lo menos la visión que tenemos nosotros del mundo (junto con El capital, La interpretación de los sueños y algún otro; no, la Ilíada y la Odisea no porque no son libros). Pero yo no he vuelto a leerla, ni por interés intelectual ni filosófico ni místico ni literario ni ningún otro. Será porque es tan monumental, quizás. Eso sí, hubo cosas que se me quedaron en la memoria y que recuerdo como si terminara de leerlas hace diez minutos. ¿Ejemplos? Bueno, ahí va uno: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. No sé lo que contestó Dios a esa pregunta de Su hijo si es que contestó algo. Pero a mí me parece que debió tirarle a la cara un rotundo “sí”: sí, muchacho insolente, por supuesto que sí, vos sos el guardián de tu hermano así como tu hermano es tu guardián; ahora ¿adónde está tu hermano?
¡Ajá! Véanme a mí tratando de enmendarles la plana al autor o a los autores de la Biblia, qué insolencia. ¿Y por qué hago semejante cosa? Pues porque leo los diarios, querida señora. Y también porque veo televisión, poca, poquísima, lo menos que puedo, pero veo. ¿Que qué tiene que ver una cosa con la otra, la Biblia con el calefón? Fácil: usted lo sabe. Es tan abrumador el clima de violencia, de salvajismo, de ferocidad, de rudeza, de fiereza, acá entre nosotros y más allá después de atravesar cualesquier fronteras, que una se pregunta cómo es posible que no reconozcamos en el otro a nuestro hermano.
No, no es moralina barata. Es una pregunta que apunta no sólo a las conductas sino a la conveniencia de cada uno y cada una de los moradores de este mundo que vivirían, viviríamos, mucho mejor si no nos agarrara por las tripas esa ferocidad que nos hace ver a un enemigo en ese que es nuestro hermano. Usted no necesita que le cite ejemplos, ¿no? No necesita que le hable de femicidios, de homicidios, de violaciones, de degollamientos, de puñaladas, de ahorcamientos, de hogueras, de torturas, de segar vidas. No necesita que le hable de los países que convierten a sus mujeres en animales, en cosas, en cadáveres que andan, ¿no? No necesita ver videos de gente que muere con una inyección letal pero legal, eso sí, en alguna cárcel de alguna parte. No, qué va a necesitar; vaya y lea los diarios, asómese a la puerta y hable con el vecino, mire televisión, párese un rato en la esquina de su casa. La violencia nos rodea, nos aplasta, nos ahoga, se mete en nuestras casas y en nuestras vidas, en lo que leemos, en los pasos que damos, en las vacaciones que nos tomamos. Y es así como no podemos reconocer a nuestro hermano.
Ese al que tendríamos que estar cuidando.