Hace unos años, el joven Juan González del Solar se fue a España a estudiar no sé qué cosa relacionada con la literatura, pero al cabo de un tiempo se convirtió en accionista de Lengua de Trapo, una importante editorial independiente de la península. En ese carácter vino a Buenos Aires para la Feria del Libro y así fue como lo encontré el día en el que se inauguraba ese inexplicable evento anual. González estaba muy atareado, ya que en la Feria se presentan una serie de autores de su editorial, entre ellos Kjell Askildsen, estelar octogenario noruego prologado por Fogwill. Con la promesa de regalarme unos cuantos libros de su vasto catálogo, me arrastró entonces a una pequeña gira que incluyó la librería Eterna Cadencia, por la que debía pasar a recoger a Kjartan Flogstad, otro de sus escritores noruegos. Mientras tomábamos café, Flogstad era entrevistado por Juan Terranova, que cada tanto subrayaba su adhesión al régimen populista autoritario que nos gobierna declarándose “socialdemócrata”.
Finalmente, nos llevamos al noruego a la Feria, que todavía no había abierto sus puertas al público, de modo que por los pasillos no circulaban esas hordas de caminadores vocacionales que no saben lo que están haciendo por allí. Como recompensa, me hice de una generosa selección de libros noruegos, daneses y neerlandeses. Como González tenía que reunirse con sus socios y atender otras obligaciones, me pareció que debía acompañarlo al noruego a comer un sandwich a uno de los infames autoservicios de la Feria, ya que Terranova lo había matado de hambre mientras lo adoctrinaba. Aunque hay que reconocer que Flogstad era materia dispuesta, con esa tendencia filotercermundista de muchos intelectuales europeos. Más allá de eso, resultó un tipo inteligente, simpático y cosmopolita, que llegó por primera vez a Buenos Aires en los 60 como marinero mercante. En un muy buen castellano recordaba de esa ciudad la noche de la calle Corrientes y la profusión de librerías abiertas a cualquier hora, así como el enorme profesionalismo de los mozos. Añoramos conjuntamente la decadencia de ciertas prácticas culturales y gastronómicas, pero Flogstad comentó su impresión de que en Buenos Aires todavía hay un lugar para la literatura.
Dos detalles, sin embargo, señalaron la fragilidad de ese lugar. Cuando me iba con la pila de nórdicos bajo el brazo recordé que, según González, esas ediciones son posibles sólo porque las fundaciones noruega, danesa, holandesa y flamenca (parece que los suecos son muy amarretes y no colaboran) financian las respectivas traducciones. Mi destino era la librería de Francisco Garamona, responsable de la editorial Mansalva, cuyo catálogo prueba que todavía existe una literatura que responde al placer y la libertad. Pero el editor se lamentaba de lo difícil que es vender libros que no enseñan, adoctrinan ni estimulan la pereza intelectual dominante. Por eso, leer tanto a los escandinavos como a los nativos más excéntricos tiene todo el aspecto de ser un lujo en serio riesgo de extinción.
Al llegar a casa, mientras mi mujer se ocupaba del famoso Askildsen (al que le declaró una adhesión tan fervorosa como la de Fogwill), me dediqué a Flogstad, el noruego simpático, del que leí El cuchillo en la garganta y Paraíso en la tierra. Es uno de esos escritores cuyo esmero y humanismo hacen que uno no se sorprenda si mañana gana el Nobel. Pero tiene algo interesante de verdad: el inconsciente de cada uno de sus personajes está abrumado por la transición del capitalismo tradicional a un mundo en el que fuera de la gran empresa, la universidad y la política sólo existen la marginalidad y el vacío, una situación tan válida para explicar la decadencia del oficio gastronómico como el carácter fantasmal de la literatura.