La secuencia de imágenes que mejor ilustra la visita del papa Francisco a Brasil no está en el final de la historia sino bien al principio, a pocos minutos de su llegada al aeropuerto de Río de Janeiro. El auto que lo conduce va por la avenida Presidente Vargas. Una de las manos está liberada, pero el conductor elige la que está bloqueada por colectivos y taxis. Intenta avanzar pero no puede, no tiene salida. Uno de los hombres más poderosos del mundo está atrapado en un vehículo simple, sin blindajes, con la ventanilla abierta, rodeado de gente. La televisión lo muestra en vivo a todo el mundo. Lo veo en un televisor junto a un grupo de cariocas que no lo pueden creer. O sí, es la realidad que les toca vivir cada día. En ese momento, el Papa es uno de ellos, un Papa carioca. En un momento aparece una luz en la avenida. El auto sale y no pasa nada. Los que me rodean suspiran, aliviados. Al rato Francisco está sobre el papamóvil con los extremos abiertos, recorriendo las calles del centro y repartiendo sonrisas y besos. Nadie recuerda aquellos momentos de angustia. Tanto que pasados varios días todavía no está clara la responsabilidad de esa falla en el operativo de seguridad: hay quienes la atribuyen a los organizadores locales, otros culpan al Vaticano. Pero también hay quienes aseguran que se trató de un simple error del conductor, algo común en una ciudad criticada por su mala señalización.
Durante los días que Francisco pasó por Río de Janeiro, la atención de los cariocas estuvo dividida por partes iguales en esos dos aspectos que se pusieron de manifiesto en aquellos primeros minutos: los errores de organización del evento y los gestos simples del líder de la Iglesia Católica en su primera salida del Vaticano. Por un lado, la desorganización descomunal que comenzó con aquel episodio que ya pocos recuerdan, que siguió con una paralización del subte durante dos horas justo en el momento en que los peregrinos intentaban llegar a la apertura de la Jornada Mundial de la Juventud y con las desconcentraciones caóticas de Copacabana de los días siguientes. Pero alcanzó su pico más alto con las mudanzas de locaciones sobre la hora porque el lugar escogido se transformó en un lago luego de dos días de lluvia constante, lo que ocurre con frecuencia en la región. Los problemas fueron tantos y tan grandes que el propio prefecto de la ciudad, Eduardo Paes, tuvo que admitir que la organización merecía una nota 0.
La otra mitad de la atención de los locales fue para destacar la sencillez del papa Francisco en cada uno de sus actos. “So o Papa salva”, tituló en tapa el diario O Globo en su edición de ayer. Su gestualidad y proximidad conquistaron a los dos millones de visitantes que llegaron a la ciudad. Y también a los cariocas, que comenzaron a sentirlo más cerca aquel día que quedó atrapado en el caos del tránsito como cualquiera.
*Director de Caras Río de Janeiro