La visita del papa Francisco al santuario portugués de Fátima en el marco del centenario de las apariciones, que tuve el honor de acompañar, demostró una vez más la importancia de su rol en el concierto de las naciones.
En una plaza con capacidad para 400 mil fieles, se juntaron cerca de un millón de personas procedentes de más de cincuenta países. En la actualidad, ninguna otra personalidad es capaz de reunir de forma voluntaria a tanta gente, cualquiera sea el lugar.
La popularidad que el papa Francisco genera entre las multitudes no se debe sólo a su carisma natural, a la sencillez de sus homilías o a la relevancia del culto católico en el mundo. Representa también a muchos de aquellos que se sienten ignorados por la política y excluidos por la economía.
Al contrarrestar ese déficit de representación, la intervención del Papa ha combatido el darwinismo social que peligrosamente reapareció en algunas de las democracias occidentales más desarrolladas.
En esa medida, su actuación constituye hoy una importante barrera al choque de civilizaciones.
La razón de la popularidad del papapa Francisco parece encontrarse en sus palabras, las cuales casi siempre muestran dos caras: la del afecto y la del globalismo. A través de una y otra, el papa argentino es escuchado y admirado tanto por creyentes como por no creyentes, tanto por Estados teocráticos como por naciones laicas.
El afecto se manifiesta en la proximidad que cultiva junto al pueblo, que se traduce en cálidos saludos que siempre les dirige, en romper con el estricto protocolo del Vaticano, en la denuncia permanente de las aflicciones de los más vulnerables, en la atención dedicada al deporte como herramienta de inclusión, en los diálogos francos mantenidos con la juventud.
El consuelo y la esperanza transmitidos en sus afectos y su sensibilidad social –rasgos indisociables de la cuna argentina de Jorge Mario Bergoglio– son la fuerza multiplicadora del mensaje papal. Un mensaje que, al alojar a menudo causas globales, resalta en tiempos marcados por un cierto retroceso del multilateralismo.
Así fue cuando instó a los líderes internacionales a combatir la “plaga social” del desempleo entre los jóvenes, quienes no encuentran lugar en la sociedad “porque lentamente los hemos empujado a los márgenes de la vida pública, obligándolos a migrar o a suplicar por empleos que ya no existen”.
Así fue cuando advirtió que, “sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión”.
Asimismo, también se ha referido en distintos momentos al contexto internacional que vive Europa con los flujos migratorios. En efecto, calificó la actual crisis de refugiados como “la mayor tragedia desde la Segunda Guerra Mundial” y criticó la resistencia de los países más ricos en dar la mano a aquellos que huyen con desesperación del hambre y la guerra.
El globalismo del Papa está igualmente patente en su llamamiento y participación constantes en el diálogo ecuménico, el cual apela a “colaborar con quien piensa de manera diferente” en nombre de tantos intereses comunes, tales como la lucha contra el fanatismo religioso, una preocupación que también llevó desde Buenos Aires hacia Roma.
El denominador común del mensaje papal en todas estas causas es la conciencia de que la solución a los principales retos globales depende de la acción conjunta de los países, pues sólo el diálogo internacional podrá escribir un futuro económicamente próspero y socialmente inclusivo.
Su clarividencia sirve, por lo tanto, a la mayor de las causas, la paz entre los pueblos, y refleja el sumo ejercicio de la función de Pontífice, que en el latín significa, literalmente, “constructor de puentes”.
*Embajador en Portugal.