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El papel del dramaturgo

El papel del dramaturgo

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

No voy a sumar mi voz a la de tantos que hablaron sobre Argentina, 1985. Me aburrí enormemente, como ante cualquier historia de la que conozco el final. Si al final la historia hubiese dado un vuelco tarantiniano –por ejemplo con Moreno Ocampo volviéndose asesino serial y Strassera abandonando todo para dedicarse a coleccionar caracoles marinos–, la cosa habría sido distinta. Pero no. De manera que transité la película haciendo otras cosas, el tipo de cosas que suelo hacer cuando me aburro. 

Ante la crítica carezco, supongo que por defecto profesional o por respeto hacia mis semejantes, de la capacidad de adoptar un punto de vista que no sea el mío. De modo que me importa un bledo el valor que pueda tener la película para aquellos que en 1985 no tenían la edad suficiente para entender lo que estaba pasando. Y abro enormes sospechas acerca de la veracidad de un relato que no haga que cualquier peronista salga del cine pidiendo disculpas a sus congéneres. Lo que me interesó e hizo que dejara de hacer lo que estaba haciendo mientras veía la película fue el papel preponderante que Argentina, 1985 da al dramaturgo Carlos Somigliana.

Resumir la carrera artística y laboral de Somigliana es ridículo, pero tengo que hacerlo. Su carrera como dramaturgo (Amarillo, La bolsa de agua caliente, Amor de ciudad grande, El nuevo mundo, entre otras) creció a la par de su carrera como empleado judicial. En 1970, junto a Germán Rozenmacher, Roberto Cossa y Ricardo Talesnik, escribió El avión negro, una pieza teatral que ponía de manifiesto, entre otras cosas, las dudas de los distintos sectores populares ante la solución que implicaba el regreso al país de Juan Domingo Perón, cosa que finalmente se hizo realidad el 20 de junio de 1973.

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Somigliana aparece en varias oportunidades en Argentina, 1985, aunque bajo el disfraz de un director de teatro. Incluso parece moverse con aceitada agilidad al momento de hacer un casting entre los jóvenes que pretenden ser colaboradores de Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, casting en el que evalúa a Maco, su propio hijo. Supongo que resulta mucho más efectivo y efectista mantener una conversación con un director de teatro sentado en las butacas de una platea que con un escritor sentado a la mesa de un bar. Cosas sin importancia. 

Lo que sí es importante es el papel que asume Somigliana cada vez que hace falta articular soluciones precisas. Argentina, 1985 le hace justicia poniendo de manifiesto su intervención eficaz en la redacción del alegato final que Strassera leyó el 18 de septiembre de 1985. Es espiritual y materialmente imposible que un fiscal de la nación fuera capaz de escribir un alegato tan acabado, tan impecable e insuperable. Perfecto. El final, desde la óptica de un escritor, es retórica y dramáticamente intachable: “A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad: quizá sea la última. Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: nunca más”.

Un final así tal vez pueda equipararse al de algún alegato de Cicerón, no lo sé. El efecto que provoca en mí es el mismo que provocó una vez la lectura de Las manos sucias, de Sartre, o El loco y la monja, de Witkiewicz. Lo escuché por primera vez cuando tenía 25 años y entonces supe que solo el arte es capaz de provocar vuelcos y cambios de dirección tan abruptos y definitivos. Somigliana lo hizo.