Me sorprende escuchar en los programas oficialistas referirse a los medios de comunicación más tradicionales y profesionales como el “partido de los periodistas”. Imagino que no se trata de una escisión del yo de quienes, trabajando de periodistas, se sienten fuera de la profesión, sino de algo que han escuchado de quienes se dedican a la política y se les pegó. Es probable, también, que quienes hayan cursado locución en el ISER (Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica) o sus equivalentes, en lugar de haber estudiado periodismo, puedan más fácilmente percibirse fuera del colectivo que agrupa a quienes ejercemos esta profesión.
Quizá también puedan referirse al “partido de los periodistas” siguiendo la vieja costumbre de considerar periodistas a los de gráfica, ya que la amplia mayoría de los periodistas televisivos trabajan en canales que no son críticos del Gobierno, como Telefe, Canal 9 y Canal 7. O en la mayoría de los canales de noticias, que tampoco son críticos del Gobierno, como Crónica, C5N, la mayor parte de Canal 26 y ahora CN23. O en la mayoría de las radios, donde la situación no es diferente.
Aunque tampoco se podrían asimilar al “partido de los periodistas” los que trabajan en gráfica porque a pesar de tener circulaciones más bajas hay, hoy, ya más diarios oficialistas o no críticos del Gobierno que críticos. Habría que asumir, entonces, que el “partido de los periodistas” lo integrarían las redacciones de Clarín, La Nación, y el periodismo militante por los afines al Gobierno. Ambas ideas son fruto del mismo pensamiento antiperiodístico, por lo irreconciliable del ejercicio profesional de la política con el periodismo.
En la contratapa del domingo pasado, titulada “Periodismo militante y subversión de la verdad”, cité los argumentos que Alexandre Koyré expuso en su ensayo “La función de la mentira en la política moderna”. Aporto ahora más voces en ese sentido.
En el reportaje sobre la mentira en la política, Jacques Derrida respondió que “es preciso disociar lo verdadero de lo veraz y lo falso de lo mentiroso. Puedo perfectamente proponer un enunciado falso porque creo en él, por consiguiente, con la sincera intención de decir la verdad, y no se me puede acusar de mentir sin más porque lo que digo es falso. En cambio, si digo algo que es verdadero sin pensarlo, o bien con la intención de confundir al que me está escuchando, miento. Falto a la verdad cuando digo algo distinto de lo que pienso. Faltar a la verdad supone una intención de engañar al otro, de confundirlo. Por lo tanto, la mentira implica la intención de engañar”.
“La mentira se produce cuando alguien dice deliberadamente algo distinto de lo que sabe, con la intención de confundir al que lo está escuchando.” Y agrega Derrida: “Una reflexión sobre la mentira es una reflexión sobre la intencionalidad. Por eso, resulta siempre imposible probar que ha tenido lugar una mentira, porque el único árbitro al respecto es el que, en su conciencia, en su fuero interno, sabe lo que ocurre. Puedo probar que alguien no ha dicho la verdad; que alguien, en efecto, ha engañado a alguien, pero no puedo probar, en sentido estricto y teórico, que alguien ha mentido”.
“Platón planteaba ya la cuestión de la mentira útil desde el punto de vista político: en interés del ciudadano, algunos pueden considerar que es bueno mentir. La censura oficial en tiempos de guerra procede de esa mentira útil: es bueno para el estado de la nación, para la moral de los soldados, disimular ciertas informaciones.”
Para Lacan, “el animal no miente, puede usar ardides, disimular, pero no puede mentir. Sólo puede mentir alguien que promete la verdad”. Y para Hannah Arendt, “la extensión de la mentira se debe al fenómeno de la conspiración a plena luz: antes se mentía allí donde los ciudadanos no sabían, porque no podían saber; hoy se miente a los ciudadanos allí donde, en principio, pueden saberlo todo. Hoy existe, por consiguiente, una especie de exposición absoluta en la mentira”.
La ideología, gracias a la fe de los hombres, hace que ciertas perspectivas sobre la vida sean tan creíbles que se transformen en realidades naturales. Al estar nuestra comprensión hecha de lenguaje, estamos condenados a las interpretaciones, al perspectivismo y la metáfora. Metáfora es una palabra griega compuesta por meta: más allá y fero: llevar. Cuando metaforizo, transporto. La metáfora permite transportar una adecuación a otra. Pero es una simulación que se transforma en problemática cuando se convierte en creencia porque cae el sentido metafórico y se lo toma por literal.
En periodismo como en historia, por ejemplo, sería inaccesible una postura epistemológica puramente objetiva. Ni el historiador ni el periodista se comportan como un registrador perfectamente objetivo, pero hay una diferencia enorme entre interpretar la historia o el presente, a inventarlo torciendo ese pasado o ese presente conscientemente para que se adapte a nuestros fines. Nuevamente es el intencionalismo el divisor de aguas: se miente no en la equivocación sino cuando hay premeditación de engaño; o sea, cuando hay “una desviación consciente de la realidad”, como la llamaba Nietzsche en su breve escrito Sobre verdad y mentira, a las cuales consideraba en sentido extramoral y elogiaba a la última como simulacro útil en el terreno del mito, la poesía y el arte.
Otto Rank escribió, en Psicología de la mentira, que “a la mentira le es esencial el ocultamiento de la verdad”; o sea, algo deliberado. Y no el error, porque miente no quien dice cosas que no son verdaderas sino quien lo hace para engañar. Y Otto Feniche, eminente psicoanalista austríaco, discriminó dos tipos de mentira: “Aquella en la cual se hace creer al otro algo que no es cierto y aquella en la que se intenta que el otro deje de creer en algo que es cierto”. Por un lado y por otro: “La tentativa de convencer a alguien de la realidad de algo que no es real se hace como prueba de la posibilidad de que también ciertos datos de la memoria (propia) pueden ser erróneos”. Esta sería la finalidad inconsciente de la mentira consuetudinaria, producir un cierto efecto negatorio en el mentiroso mismo, mientras que el rol del otro a quien se engaña será el de “testigo” en la disputa entre la propia memoria y la tendencia a la negación. Resuena aquí la lucha nietzscheana entre memoria y orgullo: “‘Has hecho esto’, dice mi memoria. ‘Esto no puedes haberlo hecho’, dice mi orgullo, y permanece inconmovible. Por último, cede la memoria”.
Neutralidad. El ejemplo de nación neutral ante un conflicto es ideal para definir el papel que el periodismo debería ocupar en la batalla política. En su curso del Collège de France de 1978, titulado Lo neutro, Roland Barthes definió lo neutro como “ausencia de supuestos”, aquello que no se define por carencia sino por “la desaparición de las cualidades de lo bueno y de lo malo”. Su compilador, Nicolás Rosa, lo sintetizó así: “Lo neutro no es intercambiable, no transa porque es transitorio, es tácito, mudo, desoye las voces del intercambio, no se compra ni se vende, es; como decía Léon Bloy: ‘No hay nada más bello que lo invisible, pero sobre todo aquello que no puede ser comprado’. Lo neutro no es cualquier no, sino el no irreductible; un no suspendido entre la demanda y la entrega, ajeno a las estrategias de la intriga”.
Aunque subjetividad y sujeto sean inseparables, la búsqueda de la posición más neutral posible es el imperativo ético del periodista. La política partidaria o militante se apoya en otros principios. Superponer ambos es el deseo de quienes no aman el periodismo.