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¿El pasado es quien llama?

PUTIN. Intérprete de la autopercepción del destino de una nación.
PUTIN. Intérprete de la autopercepción del destino de una nación. | AFP

Sigue de ayer:  De Potemkin a Chernóbil
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Una recurrente interpretación de lo que está sucediendo en Ucrania observa en Putin el deseo de volver el reloj atrás. Caricaturistas lo grafican con la ropa de Stalin junto a Churchill y Roosevelt en la reunión de Yalta, donde se dividió el mundo al terminar la Segunda Guerra Mundial. Analistas explican que Rusia trata de recuperar la importancia geopolítica que tuvo en el pasado usando también métodos del pasado: la fuerza de la fuerza y no la fuerza de la economía, como China. ¿Se equivocó Fukuyama con su “fin de la historia” al confundir la universalización del sistema capitalista con la universalización del sistema democrático? ¿No venció acaso Occidente a la Rusia y la China comunistas, doblegándolas económicamente más que con la amenaza de las armas de la OTAN? De existir falacia, operó en el campo de la sinécdoque bajo el falso axioma de que la introducción de la competencia en la economía que genera el mercado llevaría a la competencia en la política que genera un sistema electoral de diferentes partidos alternándose en el poder.

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Omnipotencias de la economía creerse antropología, confundiendo el mapa con el territorio y el significante con el significado. Ni China, con sus 11 millones de kilómetros cuadrados y 1.300 millones de personas, aun en su época de decadencia y oscurantismo, ni Rusia hoy, con sus 17 millones de kilómetros cuadrados de territorio y 150 millones de habitantes (en la época de los zares eran 22 millones de kilómetros cuadrados y la misma cantidad de habitantes, de los cuales más de 100 millones eran europeos) tras el desmembramiento de la ex Unión Soviética, dejarán de tener peso geopolítico. El espacio que ellas ocupan en el planeta hace imposible un triunfo de Occidente en todos los planos. 

El viernes, Brasil rompió el BRIC; en lugar de abstenerse, como China e India, y oponerse al voto de censura a sí misma de Rusia en las Naciones Unidas, el Brasil de Bolsonaro votó alineado con Estados Unidos. Brasil es la Rusia y China del hemisferio sur y no encuentra con Bolsonaro su destino. Pero no es Putin el actual explorador de la nueva Gran Rusia sino la propia fuerza de la nación rusa la que busca su intérprete. En la columna de ayer se comparó a Rusia con Argentina por la común herida narcisista de ya no ser y por aislarse del mundo en un eventual default con el FMI o por invadir otro país. Pero también hay una comparación pertinente con Brasil y sus 8,5 millones de kilómetros cuadrados de territorio (casi se equipara con Estados Unidos y China). Rusia y Brasil fueron los últimos dos países del mundo en eliminar la esclavitud. De hecho, parte de la población de la Ucrania rusa de los zares estaba constituida por esclavos. En un bello artículo publicado de Anne Applebaum sobre la crisis de Ucrania, comenzó citando el poema del gran escritor ucraniano Taras Shevchenko titulado Calamidad otra vez, que decía: “¡Dios mío, calamidad otra vez! Era tan pacífico, tan sereno: acabábamos de empezar a romper las cadenas que atan a nuestra gente a la esclavitud cuando ¡alto! Una vez más la sangre del pueblo está corriendo...”, escrito en 1859, sin resultar metafórico para el propio Taras Shevchenko, quien nació en una familia de esclavos campesinos en la Ucrania de los zares. La esclavitud en el Imperio Ruso se eliminó en 1861 y en Brasil, en 1888. Ucrania es la otra gran pampa cerealera del mundo, del suelo más fértil, y la servidumbre obedecía a las necesidades de producción agraria del siglo XIX haciendo que los campesinos estuvieran atados a la tierra sin poder emigrar. Stalin sustituyó a los terratenientes con el Estado a fines de la segunda década del siglo pasado, produciendo olas de emigración de ucranios entre los que se encuentran aquellos que llegaron a Argentina a partir de la llamada Ley de las Espigas de Stalin, en 1932. Huían de la colectivización forzosa soviética, que solo en Ucrania llevó a la muerte a 4 millones de campesinos. La cultura popular ucraniana bautizó el plan de colectivización del campo con el nombre holodomor, que en ucraniano significa “muerto de hambre”.

Estados Unidos venció a la Unión Soviética al disociar a China de Moscú tras el célebre viaje de Kissinger a China en 1971 y, al año siguiente, de Nixon con sus reuniones con Zhou Enlai en la denominada Operación Marco Polo. Cincuenta años después de aquella genialidad geopolítica de Kissinger, con Rusia vencida, Estados Unidos se enfrenta nuevamente al desafío de China y Rusia. ¿Es el pasado quien llama o es el futuro que viene a decir que no hay fin de la historia? ¿Es Putin el problema o es el alma de la nación rusa que reclama seguir siendo?

Si las mediciones económicas fueran un determinante, Rusia sería apenas una nación en vías de desarrollo con mínima capacidad de influencia, su producto bruto es inferior al de Brasil. Algo no reflejan las estadísticas económicas como, de alguna manera, surge de la entrevista al ex presidente del Banco Central argentino Federico Sturzenegger, en uno de los reportajes largos de esa edición. Las resistencias idiosincráticas de la Argentina a la modernización, salvando sus distancias, son comunes a las rusas o chinas a Occidente, aunque utilicen el capitalismo como sistema económico. Es al revés de lo que creía Karl Marx sobre que era la economía (infraestructura) la que moldeaba la cultura (superestructura).

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Lo que llama, entonces, y nunca deja de llamar es la capacidad humana de construir narraciones que le den sentido a la vida: mitos, creencias, poesía, nacionalismos, con lo malo y no solo lo bueno de las pasiones.
No es Putin quien llama a Occidente y a la OTAN (advirtió también a Finlandia y Suecia, los otros países europeos fronterizos de Rusia, poder correr la misma suerte de Ucrania si se suman a la OTAN). Es el ethos de la Gran Rusia el que golpea las puertas de Europa para decir “aquí estoy”, y la historia, nada muerta, sigue su camino.