Una gripe me tiene a mal traer desde hace varios días. Es común en esos casos que las lecturas
(una de las pocas actividades que no requieren un gran esfuerzo físico) se mezclen y adquieran un
cierto tinte de pesadilla. Un día descubrí en la biblioteca un librito llamado La muerte del autor,
de Gilbert Adair, cuya estructura es de por sí pesadillesca. Parece una autobiografía, pero cada
vez que llega a la frase “Cuando ella me dijo lo que se proponía hacer, instintivamente miré
el reloj”, el relato empieza de nuevo. A duras penas pude entender que lo que estaba leyendo
entre estornudos y dolor de cabeza era una ficción en clave basada en la figura de Paul de Man
(1919-1983). De Man fue un académico belga que residió durante muchos años en los Estados Unidos y
terminó enseñando en Yale con Jacques Derrida y Harold Bloom y a quien se recuerda por dos razones
opuestas. Por un lado, fue uno de los mayores críticos y teóricos modernos de la literatura, y sus
escritos son de una gran profundidad, de un enorme atractivo intelectual. La otra razón es mucho
más oscura. Durante la ocupación alemana de su país natal, De Man escribió bajo un seudónimo
artículos nazis para un diario nazi. Una de sus frases más violentas sostenía que la cultura
occidental perdería muy poco si los judíos eran recluidos en una isla y apartados de la
civilización. A diferencia de Céline o Pound, De Man escapó de su pasado y tuvo la oportunidad de
cambiar completamente de registro. No parece haber nada de la antigua ideología en su obra de
madurez, aunque cuando el secreto se conoció después de su muerte, hubo quien afirmó que los
pecados juveniles de De Man probaban que la deconstrucción era una teoría fascista.
Un caso como el de De Man plantea siempre un misterio: por qué lo hizo. Hay quien lee su obra
posterior y sus ideas formalistas como un intento de escapar del pensamiento que lo había seducido
en su juventud. Es una hipótesis tan indemostrable como la explicación psicológica que intenta
Adair: su personaje, Léopold Sfax, era simplemente joven y talentoso, quería triunfar en la vida y
en ese momento era la mejor forma de acomodarse... ya vimos la película. En medio de la fiebre se
me cruza otra novela basada en De Man, Imposturas de John Banville, que es un escritor obsesionado
por casos similares. El intocable, otra de sus novelas, está dedicada a Sir Anthony Blunt, el
crítico de arte británico que espiaba para los soviéticos. Alex Vader, el De Man de Banville, no
resulta al final el autor de los artículos, sino alguien que asume una identidad falsa para
castigarse por pensar lo mismo que el periodista nazi. Sin que les corresponda esclarecer la
verdad, ambos libros permiten sospechar que el juicio de la literatura puede ser más rico que el de
la historia. Si De Man hubiera sido condenado durante la depuración belga, habría sido un réprobo
de tantos y nunca hubiera accedido a una carrera académica. Pero cuando ese juicio ha prescripto,
se pueden imaginar otras dimensiones del asunto.
Entre las lecturas que van y vienen durante la gripe pasa Noticias de la noche, un best
seller del griego Petros Márkaris. Allí el héroe es un policía al que durante la dictadura militar
griega le tocó asistir a los torturadores. Como no era el que picaneaba y tenía un costado
humanitario, con el tiempo se hizo amigo de una de las víctimas, un comunista que luego sería su
informante. Cuesta imaginar algo así en la literatura argentina: la novela de un torturador. Lo más
cercano que he leído en esa dirección es Entre hombres, la gran novela de Germán Maggiori, donde
los personajes más simpáticos son dos desquiciados asesinos de la Bonaerense. Me cuesta encontrar
un De Man nacional para un libro llamado El hombre que fue de miércoles. Pero más me cuesta pensar
que alguien escriba sobre él sin lincharlo y sin ser linchado. Pero debe ser un efecto de la
fiebre.