La vida es pura deriva y su sentido se extrae, como la esencia de un perfume, de la suma parcial de intenciones fracasadas. Jacques de Vaucanson (1709-1782) nació sin “de”, pero la Academia de Ciencias Francesas le agregó la partícula en reconocimiento de sus esfuerzos. Quiso ser relojero y estudió con los jesuitas (que conocen a la perfección la mecánica de Dios) pero se cruzó con un cirujano que le enseñó anatomía. Combinando su primera pasión con su nuevo conocimiento, fabricó artefactos capaces de imitar la circulación, la respiración y la digestión. En 1737 construyó su primer autómata, una figura en tamaño natural que tocaba el tambor y la flauta y tenía un repertorio de doce canciones.
Tiempo más tarde, inspirado en el famoso refrán acerca del pato y su paso, fabricó su obra maestra, Pato con aparato digestivo. Cuatrocientas piezas distintas lo componían y podía batir alas, beber agua, digerir grano y defecar. Esta última operación se realizaba en base a una pasta guardada de antemano en un recipiente, por lo que ingesta y evacuación respondían a dos procesos distintos, como nos enseña la política. Al parecer, Luis XV se sintió aludido y a cambio de nombrarlo inspector de aves y huevos lo mandó a mejorar el proceso de manufactura de la seda con el propósito de que la industria textil francesa pudiera competir con la británica. Sus entretenimientos mecánicos derivarían en el telar automático y en la técnica para introducir datos en las computadoras, aunque en aquel momento no le dieron bola. Vaucanson murió olvidado y sus autómatas fueron a parar a museos que se incendiaron.
Aunque la realidad sostenga lo contrario, la utilidad de los procesos es inferior a la fascinación que produce la invención de los objetos que dan pie a las narraciones.