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El pecado y el perdón

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Un hombre atribulado acude a ver a un sacerdote. ¿Por qué no pensarlo así, si en el fondo se trata de eso? El hombre, por supuesto, no es cualquier hombre: es tan luego François Hollande, el presidente de Francia. Y el sacerdote no es cualquier sacerdote: es nada menos que el Papa. Pero a los ojos del pecado y de la penitencia, a los ojos de la culpa y de la pena, a los ojos de Dios, en definitiva, no son sino un hombre común y un ministro de la fe.

Los hombres en el matrimonio son felices cada cual a su manera, pero desdichados, según parece, todos de una misma forma. Hollande hizo como tantos: ahogado en el sopor matrimonial, sacó la cabeza a respirar el aire de una amante más joven. La cosa se supo en la aldea, pero ahora en la aldea global. Para eso existe hoy la intimidad: para ser espiada, hackeada, develada. La crisis conyugal se precipitó.

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El pecador va a comparecer ante el Papa (yo vi una vez una cosa así, pero la vi en El Padrino). No sabemos qué es lo que hablaron. Un doble secreto preserva lo dicho en tal circunstancia: el secreto de confesión, por un lado, y el secreto de Estado, por el otro. Sí sabemos, en cualquier caso, qué es lo que sucedió después: Hollande regresó a París y de inmediato, sin más trámite, le dio a la esposa el raje definitivo.

¿Habrá que interpretar que, esta vez, el mal logró derrotar al bien, la lascivia a la virtud? ¿Que las palabras del Santo Padre no surtieron el efecto esperado en el alma corrompida de Hollande? ¿O habrá que entender que Hollande tendrá que agradecer para siempre la suerte de que le haya tocado este papa: el papa macanudo, el papa canchero, el papa comprensivo, en fin: el papa argentino? Con el otro, o con el anterior, iba a tener que rezar Padrenuestros hasta el límite del calambre de lengua, hincado sobre granos de sal. El nuestro, en cambio, presiento que le habrá dispensado otra escucha, quién sabe hasta se encogió de hombros y le dijo qué se le va a hacer.