COLUMNISTAS
Arte y belleza

El pensamiento de Guillermo Roux

Una reflexión sobre los dibujos de un artista que sufrió la explosión de una enfermedad, después de sus 80 años, que le cambió la vida.

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Diario Gráfico. “Lo que dice ilustra lo que dibuja del momento en que la mente se despierta ante un mundo irreconocible y reacciona a los nuevos estímulos”. | guillermo roux / diario gráfico

“¿You call me a fascist pig again?” (Leonard Cohen, Concierto en la Isla de Wight, 1970)

1. Debo agradecerle al ex presidente Mauricio Macri y al ex secretario o ministro –grado variable de acuerdo a los retoques en la ley ministerial– Pablo Avelluto, el regalo del libro Diario gráfico, de Guillermo Roux. Sé que este reconocimiento tres años más tarde a una persona maldecida no será ajeno al listado de odios decretados por sectores de la sociedad nacional, listado que no termina de completarse, o de incompletarse, cuando un denostado muere y permite que antiguos odiadores se reconcilien con el ya ido y reconozcan alguna que otra virtud sin consecuencias. Pero es lo que hay, no hay derecho a la queja por este modo de argentinizarnos entre nosotros y ser partícipes de una discusión política de baja calidad a la que nos hemos acostumbrado.

Por eso reitero mi agradecimiento a la invitación a almorzar de un presidente elegido por la mayoría de los argentinos por intermedio de su ministro después de que yo declarara en una entrevista que la comprensión y el interés de Mauricio Macri por los habitualmente llamados intelectuales era dos veces nula. Una por no entender, otra por serle indiferente. Acepté asistir al encuentro si no convertían la reunión en una manipulación mediática que mostrara una adhesión política que no tenía, pero repulsa tampoco. O sea, discreción y bajo perfil. 

Agradezco porque, más allá de un cordial almuerzo sin pena ni gloria, el ministro me obsequió con un libro recién editado por su dependencia, El diario gráfico, de Guillermo Roux, con los excelentes prólogos de Cecilia Medina y Hugo Beccacece. Vino al almuerzo con dos ejemplares, una para mí y otro para el presidente, que creo que ni lo miró.

Lo mejor del almuerzo fue el libro, pero también el modo de mi llegada a un lugar al que jamás había ido, me refiero a la Casa Rosada. Tomé un taxi, dije Casa de Gobierno, y comencé a girar alrededor del enrejado. Desde la vereda llamé a uno de los policías de custodia del otro lado de los barrotes y le dije que tenía una cita a las 13 con el presidente. Me miró y no dijo nada. Me espera para almorzar, aclaré, siguió en silencio. Fue a hablar con un compañero que se acercó a la reja y me preguntó: ¿en qué puedo serle útil al señor? Husmeé que me hablaba como a un loco, con esa amabilidad que sonríe por dentro cuando algún desorientado perdió la brújula. Repetí que estaba invitado a un almuerzo con el presidente, eso lo hacía cuando a mis espaldas pasaba gente que gritaba: “¡Gato!”. “¿Cuál es su gracia?”, me dice el policía de un modo que me hacía acordar cuando en una comisaría tomaban declaración mientras tecleaban la Olivetti: Tomás Abraham.

Hágame el favor de dar la vuelta, sigue el uniformado, y preséntese en Balcarce, que lo van a atender. Pasó lo mismo, posaron la misma mirada incrédula sin ser amenazante, y fueron a una casilla para verificar si yo estaba pasado de mambo con el Borda como futuro, o si efectivamente figuraba en una lista.

Pasé por el Patio de las Palmeras, entré en una casona vieja con puertas de madera y habitaciones con gente, hasta un salón en el que tuve que dejar sobre una mesa el celular y degustar el risotto de langostinos mientras el presidente hablaba de su padre convaleciente y yo de mi madre en una situación similar o bastante peor.

No me dijo nada de Boca ni yo de Vélez, y habló de los radicales de un modo que no puedo develar por razones de estado, de estado de mi salud. 

Pero el tema es Roux. No soy curador, no soy crítico de arte, no soy afecto a los vernissages, no me atrae el mundo de la plástica ni del arte en general, soy fanático de algunos pintores como Fader y Collivadino, por los museos corro porque así me gusta mirar cuadros, rápido, en patineta, como si me pasaran diapositivas, hasta que me detengo ante alguna maravilla que casi siempre encuentro. Ahí me detengo, me inmovilizo, acampo, miro el techo, al cuadro no lo miro fijo porque con lo sagrado hay que ser cauteloso, me hago el distraído, y lo encaro de a poco, sin querer molestarlo. Me quedo un rato en actitud de espera de consultorio, y poco a poco lo voy rodeando hasta acercarme. Como un pavo real que le baila a su novia.

Algunos cuadros de Roux me gustan, otros no tanto o nada, sus dibujos en bolígrafo me parecen una obra maestra, pero lo que me inmoviliza, lo que me detiene y me produce el mismo efecto que, de acuerdo a Schopenhauer es la maravilla del arte y de la belleza, esa entelequia que el filósofo de Frankfurt llamaba “nirvana”, me refiero a la detención del tiempo que nos da la posibilidad tan rara y remota del aquí y ahora, es lo que Guillermo Roux dice y escribe después de la crisis.

Su pensamiento en palabras. Lo que dice es un fragmento de lo que piensa, porque también piensa con imágenes, pero por sus palabras discurre su espiritualidad. Me refiero a lo que no ve. Aquello que denomina el “sin palabras”, ese vacío es el que piensa con palabras que parecen dibujos.

Porque Roux dibuja, no hablo de las pinturas sino de sus dibujos con bolígrafo cuando fue internado durante meses en un sanatorio, después de estar en terapia intensiva, y del modo en que fue volviendo a la vida al ver la trenza de una enfermera y pedir una hoja y un lápiz para dibujarla.

2 . Existen dos modos de expresión para designar cambios radicales en la vida de una persona. El antiguo es el término “metanoia”, traducido por conversión, el otro, atinente a la modernidad, es “hombre nuevo”, un modo en que la filosofía y la moral recortan un fragmento de una futura sociedad ejemplar por lo justa y transparente. 

Dejemos la figura del “hombre nuevo”, que ha sido el estandarte de regímenes totalitarios de signos contrarios pero coincidentes en que para armar un Frankenstein biopolítico era necesario eliminar a una parte importante de la especie humana.  

En la Antigüedad, por herencia socrática, se pensaba que el hombre, por un ejercicio intelectual, podía dominar sus pasiones, controlar el hilo que asociaba sus representaciones y, de este modo, dirigir su voluntad hacia un fin predeterminado. Se trataba de una concepción del mundo y de la vida por la que el cosmos es un todo armónico que el sujeto debía comprender para no sufrir en vano. Porque para un filósofo, ya fuese estoico, cínico, escéptico o epicúreo, todo sufrimiento es vano; en realidad, un error.

Por eso la verdad se interpretaba como necesaria felicidad en el sentido de autonomía, una libertad conquistada por el conocimiento y una conducta adecuada.  

El único elemento suelto que se escapaba de una totalidad bien ajustada era el azar. La llamada “fortuna” es lo imprevisible, aquello que barre con los cimientos de una vida bien concebida y que desafía el orden racional que un sujeto ha logrado establecer. Comprender el azar, aceptarlo, incluirlo en el orden de las necesidades que configuran el destino, ese camino que parece que lleva a ninguna parte pero que al descifrarlo vemos que nos reconcilia con el origen, constituye la finalidad de la práctica filosófica.

El azar en la vida de Roux fue la explosión de una enfermedad, después de sus 80 años, que le cambió la vida. No solamente la vida sino la mente, el problema nace en que la vida cambia al instante y la mente demora en ajustarse al cambio, si es que lo logra y no se empecina en negar la realidad.

El Diario gráfico de Roux se compone de una serie de dibujos ilustrados por unas pocas palabras –lo que dice ilustra lo que dibuja– del momento en que la mente se despierta ante un mundo irreconocible y reacciona a los nuevos estímulos. Roux responde dibujando, y el nuevo mundo que lo rodea es el del hospital en el que está internado y luego el que lo obliga a la disciplina de la rehabilitación. 

Desde ese momento, el pintor piensa la vida, su pasado y su actualidad.

3. Para orientarnos en el pensamiento postraumático de Roux, seleccionaré algunas de sus reflexiones 

◆ Caminar. Es un caminante que ya no puede caminar. Debe ejercitarse para volver a hacerlo. Por eso va a una pileta a zambullirse y, sobre todo, flotar. Además de jugar, Roux necesita divertirse. Dibuja a sus compañeros de piscina. Evoca que en su niñez caminar implicaba atravesar una niebla que exige mirar bien, o mejor, para distinguir formas. Ahora el acto de caminar cambia de exigencia por el temor a caerse.

◆ Balbuceo. Es un término que emplea Roux para describir que los recursos son escasos, mínimos, que la maestría habitual para moverse por el mundo ha sufrido un quebranto, no solo en términos de movilidad corporal sino en los del pensamiento. Nada de lo pensado sirve, se ha derrumbado el dispositivo de inteligibilidad que permite que el mundo sea claro y distinto, y que aún las penumbras y las confusiones puedan domesticarse.

Se comienza de cero cuando ya se es viejo, y deben nacer nuevas palabras cuando se creía que se las conocía casi todas.

◆ Vejez. El epílogo del libro que escribe con María Paula Zacharías, Guillermo Roux en sus propias palabras, lo escribe Roux. Dice: “El artista es viejo y en su vejez está solo porque a ese lugar nadie quiere ir”. Remarca que la vejez trae abuso, incomprensión y desdén cuando antes era silencio por temor al hombre. 

La vejez no equivale a sabiduría, si por sabiduría se entiende una completud. Debe haber quienes suponen que a medida que la muerte se acerca se suman cosas, imágenes, certezas, hasta resignaciones en una experiencia enriquecida. Otros aventuran que con la vejez se resta, no en términos de imposibilidades sino de valores. Esta reducción relativiza. El sí pudo haber sido un no, el mal no excluía un bien. Lo dice así: “En la vejez aprendemos lo que no sabíamos. Que el bueno no lo era tanto, que el malo era a veces bueno. Que el sí a menudo era no y algunas veces el no era sí”. No se trata de un escepticismo intelectual ni un responso en el mundo de las ambiciones. Es una sonrisa, la sonrisa de un autorretrato de Roux, frente a un espejo.

◆ Fealdad. Roux se pinta desnudo. Debe desvestirse en el vestuario del club al que va a flotar. Ve otros cuerpos desnudos. Algunos deformes, gente discapacitada, y bellezas jóvenes que alternan con ese mundo penoso. Ahí está él con sus tres zonas que debe soportar y mostrar ya que no puede ocultarlas. La cara, la panza y el sexo, es el cuerpo que tiene, el que dibuja. Se dibuja feo porque se ve feo. Se desorienta con su papada, pero despeja la duda, avanza, dice: “Si hay papada, que haya papada”.

Pero existe otro grado de fealdad, lo denomina “lo feo bien”, que nada tiene que ver con su homónimo “lo bien feo”. Este feo bien lo percibe en el arreglo de una vidriera que ve desde un café cerca de la estación de tren de Acassuso. Los maniquíes vestidos de tal manera que lo hacen reír, es la fealdad que nos alegra. Que lo feo y el bien se engarcen en un único concepto es una figura que la filosofía jamás pudo imaginar, deriva de un sentimiento de compasión estética. 

◆ El oficio. Roux rechaza la palabra arte. Lo incomoda y lo irrita. Nunca se consideró un artista. Va a contracorriente de todos aquellos que se consideran tales para elevarse por sobre el común mortal. Es hijo de un ilustrador de historietas, y él mismo desde la adolescencia ayudaba a su padre en el dibujo. Dibujó para ganarse la vida, lo hizo en Roma y Nueva York, después también en Buenos Aires. Completó su tarea con la docencia que ejerció en una escuela primaria en las afueras de San Salvador de Jujuy. Su meta no era ser pintor, no sabía cuál era su meta, pero sí sabía que para él dibujar era lo mismo que respirar.

Lo que dice es un fragmento de lo que piensa, porque también piensa en imágenes

Este oficio que sintió desnaturalizado desde el momento en que se convirtió en un artista internacional, premiado, cotizado, aun cuando acepta que en ciertos momentos de la vida la necesidad de dinero obliga a asumir compromisos en un mundo mercantil, ahora, después de su enfermedad y en su vejez, lo recupera. 

“Hacer algo bien nos hace bien”, decía el sociólogo Richard Sennett en su libro El artesano. Una consigna de este tipo guía la recuperación y la razón de vivir de Roux.

◆ El blanco. Hay un blanco que Roux siempre quiso pintar, es un blanco que veía en las piedritas del cauce de aguas transparentes de arroyos serranos. Quiso trasladar ese blanco a su paleta, confió en que el blanco zink le daría el tono ansiado. Y fracasaba. Un día se dio cuenta de que para lograr ese blanco necesitaba azul violáceo. Ese blanco no lo encontró en el hospital. No quiere volver a ver ese blanco aunque dice que cree que su destino en algún momento es volver a la internación y estar arrinconado por el blanco amarillento de la pared y una diagonal que va hacia el gris celeste de otra pared.

◆ Sin palabras

No hay palabras para expresar lo que quiere expresar. Siente la necesidad de escribir ese vacío de palabras. En este intento se manifiesta la espiritualidad de Roux. Su “sin palabras” nuevamente se muestra en su dibujo, en la pintura Guillermo en Unquillo, de 2014. Esa sonrisa lo dice todo, mejor dicho, casi todo. Hay algo que no se puede decir. A la manera de Wittgenstein, un silencio pleno de un sinsentido, sin un darse cuenta. 

La boca cerrada pero no apretada, sin rabia, esa rabia que se propuso eliminar. Sus mejillas se abren acompañando la sonrisa y muestran el surco elástico de la piel, y dos ojos que miran serenos, sin demanda, alguien al que la vida comienza a soltarle la mano.

◆ ¿Qué es un pintor? . Michel Foucault escribió un texto que se difundió y comentó en exceso: “¿Qué es un autor?”. La provocación surgía al discontinuar el nombre que le da identidad a una obra del sujeto supuesto creador. Roux cuenta que en su estadía de tres años en Roma, en el estudio de un decorador y artesano, restaurador de obras de iglesias dañadas y deterioradas por los efectos de la guerra, su empleador, Umberto Nonni, era un hombre religioso y austero que ponderaba el anonimato con el que trabajaban los artistas del Medioevo. 

Para el Roux de hoy, la meta del artista es ser un artesano, así como la del arte es llegar a ser un oficio. Roux llega a desmaterializar el prestigio que se le asigna al artista, con un acuerdo al que llega con Carlos Alonso para pintar de a dos. Uno le envía un cuadro incompleto que el otro prosigue. Lo hicieron con varias pinturas, salvo una, la de la sonrisa, a la que Alonso dijo que nada podía agregársele.  

No es posible encontrar un estilo en la obra de Roux porque cambia todo el tiempo, la necesidad de identificar es un problema de los críticos, para eso inventan géneros y escuelas. Menos posible resulta con un pintor que decidió, con un amigo, pintar a medias.  (Guillermo Roux pinta a sus 91 años todos los días, de dos a seis de la mañana, en su casa de Martínez, provincia de Buenos Aires).

*Profesor emérito de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires.